Calles con vida propia, seguras de sí mismas de su recorrido, de sus ensanches, de sus angosturas. Se elevan o descienden entre las gentes normales que forman hileras incontables ante templos que abren sus puertas a exposiciones, tronos o imágenes. Calles con nombres desconocidos que terminan en glorietas pequeñas o pasillos de impronunciables sombras. Plazuelas cubiertas de armazones que esconden tras redes de entretelas azules, las nuevas fachadas que solo conoce el arquitecto que las traza, el dibujante que las colorea, el albañil que las enyesa, el soñador que las sueña.
Luces que huelen a tabaco porque alguien fuma en esas colas, porque, aunque mascarillas hay separación poca. No se ven los resquicios de amplios espacios en los que respirar sea más sano, en los que las sonrisas intuidas bajo las mascarillas sean menos hipócritas, en que las manos se alejen del contacto directo y se acerquen al vacío de las ciudades.
Todo bulle entre buñuelos huecos porque los llena el aire y torrijas encaramadas en fruteros de cristal tallado a mano que esconden sus desperfectos entre los encajes charlatanes de las abuelas. Todo es cultura en espacios cubiertos de campanadas de mediodía de toques de medianoche de trompetas enmudecidas al directo.
Platonismo de ideas que levantan armazones por las vías peatonales rodeadas de jardines extraños de una huida primavera. Imaginar máquinas que tejen vacunas o mascarillas de tela de colores en papel olvidado que insinúa de manera solapada que no está bien este espacio habitable. Vivirlo todo y a tope que ya toca sin detenerse a pensar, a calibrar si está permitido o no. Instantes valiosos llenos de sol o sombra. Únicos.
Colas que serpentean ante los santuarios. Imágenes amadas en silencio o entre saetas de desgarradas notas ensayadas una y otra vez sin partitura agónica. Tal vez el año que viene las velas derramen luz en medio del viento.