El evangelio de hoy nos relata la dolorosa experiencia de Jesús quien, al regresar a su pueblo después de sus primeras correrías apostólicas, encuentra el rechazo frontal de sus paisanos. Nazaret, como todas las poblaciones judías, tenía una pequeña sinagoga donde los vecinos se reunían para rezar, leer y comentar las Escrituras el día sábado. Y Jesús, siguiendo la costumbre, se puso de pie y compartió sus comentarios a propósito del texto que acababan de leer.
Sus palabras debieron ser duras para quienes las oyeron: “Estos se preguntaban con asombro: ¿dónde aprendió este tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? Pero el asombro de quienes lo escuchaban no era un asombro que les abriera a horizontes más amplios de espiritualidad. Era un asombro contaminado por los prejuicios: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?” Sus vecinos de Nazaret, que habían visto crecer a Jesús, están bloqueados para ver más allá de los datos puramente sociológicos de Jesús.
A pesar de las maravillas que se decían de Él, para sus paisanos Jesús seguía siendo el muchacho del pueblo, el carpintero. Esta incapacidad para ver más allá de las simples apariencias también la sufrimos nosotros, pues nos es muy difícil reconocer las cualidades y los éxitos de las personas que tenemos próximos. No nos sorprendemos ante sus actuaciones positivas. La excesiva cercanía nos impide valorarlos integralmente. Eso mismo le sucedió a Jesús; sus vecinos fueron incapaces de reconocer en Él al Mesías.
Después de haber tomado conciencia del hecho cultural del no reconocimiento, es bueno pensar sobre nuestra formación religiosa: La mayoría de nosotros nos hemos educado dentro de un ambiente católico. Los grandes misterios de la fe nos han sido inculcados a través de las palabras de nuestros mayores. Esta formación religiosa se ha desarrollado sin sobresaltos, serenamente. Por eso afirmaciones tales como que el Hijo de Dios se hizo como uno de nosotros, en las entrañas de una joven campesina judía, no nos sorprenden. ¡Estos misterios, que rompen en mil pedazos los paradigmas humanos, nos parecen normales y forman parte del paisaje cotidiano!
Os invito a superar la naturalidad con que vivimos los misterios de la fe. ¡Sorprendámonos ante el hecho inimaginable de la encarnación del Hijo de Dios! ¡Guardemos un silencio reverente ante la locura de amor que es el sacrificio de la cruz! Ciertamente, hubiera sido más fácil para los vecinos de Nazaret que el Mesías se les hubiera presentado rodeado de efectos luminosos y sonoros, protegido por una nutrida escolta. Pero como se les presentó bajo la figura del muchacho del pueblo, el carpintero, fueron incapaces de identificarlo como el Mesías largamente esperado.
Este rechazo de sus paisanos debió impactar hondamente a Jesús. Por eso algunos exegetas se refieren a esta experiencia como la “crisis de Galilea”. Por desgracia esta amarga experiencia se repitió a lo largo de su actividad apostólica hasta llegar a la conjuración que lo condujo a la muerte. ¿Qué enseñanzas nos deja la dolorosa experiencia vivida por Jesús?
Que los prejuicios sociales nos impiden valorar a las personas. Los prejuicios nos hacen ver la realidad, no como es, sino como nos la imponen los condicionamientos. Los prejuicios sociales clasifican sin fundamento a las personas dentro de determinadas categorías y les asignan etiquetas preestablecidas. Al terminar esta sencilla reflexión dominical pidámosle al buen Dios que podamos liberarnos de los prejuicios que nos impiden reconocer y valorar a las personas; pidámosle al buen Dios que nos sorprendamos ante las infinitas manifestaciones de amor que Él ha tenido con nosotros; pidámosle al buen Dios que fortaleza nuestra fe vacilante para que podamos abrirnos a Él como nuestro Señor y Salvador.