El tiempo va pasando, pero aún siguen las medidas de precaución frente al COVID: limpieza de manos, mascarilla, ventilación. Ciertamente es la latanía que hace tiempo que hemos aprendido y que, junto con la vacuna, nos protegen de la pandemia. El Evangelio de esta semana nos habla de los fariseos y algunos escribas que se quejaban de que algunos discípulos de Jesús comían con las manos impuras, pero entonces no se trataba de ninguna preocupación higiénica. La impureza ritual era un estado de la persona que se podía contraer por muchas y diversas razones: enfermedad de la piel, contacto con sangre o con animal, entrar en casa de un pagano, tocar a una persona o un objeto impuros…
En el trasfondo había la idea de un Dios separado, recluido en un mundo sagrado, al cual era peligroso acercarse. Jesús rompe totalmente con esta mentalidad. Aquí tanto ayer como hoy no se puede ir con medias tintas. Si el Hijo de Dios se ha hecho hombre, si ha cruzado la distancia infinita que separa al mundo divino del humano, ¡no se limitará ahora a relacionarse con unos cuantos privilegiados! Jesús no duda a en tocar al leproso ni a dejarse lavar los pies por la pecadora. No se priva de conversar con la samaritana junto al pozo. No para nunca de romper tabús.
Y todo lo hace Jesús no por ganas de escandalizar a nadie, sino porque su misión es traer la salvación de Dios hasta lo más profundo de la miseria humana. Jesús no teme quedar impuro, es él quien viene a purificarlo todo.
Y aquí hemos de detenernos para preguntarnos: ¿Y nosotros, qué? Yo no soy Jesús, pero tampoco quiero ser un fariseo. ¿Hay un término medio? Y aquí hemos de ser claro y decir con firmeza que no podemos ser tibios ni indiferentes ante Jesús ni conformarnos con cumplir y mentir. Si somos discípulos de Jesús, es necesario asumir todas las consecuencias. No podemos ser la Iglesia de los puros, de los correctos, de los mejores, porque no fue así como Jesús eligió a sus discípulos. No podemos cerrar a nadie el camino hacia Jesús porque no le consideremos suficientemente digno: el Señor se indignaría contra nosotros como se indignó con los que no querían que se le acercasen los niños o al ciego de Jericó. Pensemos en tantos santos que se han caracterizado por gastar la vida entre los rechazados de la sociedad: leprosos, enfermos mentales, indigentes, presos, prostitutas, drogadictos…
Como Jesús, los cristianos del siglo XXI no debemos tener miedo a ensuciarnos las manos allí donde la impureza del mundo presente es más patente. También recordemos que cuando nuestro corazón está lejos de Dios, nuestro culto queda sin contenido. Le falta la vida, la escucha sincera de la Palabra de Dios, el amor al hermano. De esta forma la religión se convierte en algo exterior que se practica por costumbre, pero en la que faltan los frutos de una vida fiel a Dios.
La doctrina que enseñan los escribas son preceptos humanos. En toda religión hay tradiciones que son humanas. Normas, costumbres, devociones que han nacido para vivir la religiosidad en una determinada cultura. Pueden hacer mucho bien. Pero hacen mucho daño cuando nos distraen y alejan de lo que Dios espera de nosotros. Nunca han de tener la primacía.
Finalmente recordemos que en la religión cristiana, lo primero es siempre Jesús y su llamada al amor. Solo después vienen nuestras tradiciones humanas, por muy importantes que nos puedan parecer. No hemos de olvida nunca lo esencial.