En la festividad de la Ascensión del Señor, que celebramos hoy, la liturgia presenta dos textos del mismo autor: uno del final del “Evangelio de san Lucas”; el otro, del comienzo de los “Hechos de los Apóstoles”, con los que se nos está advirtiendo que la Ascensión cierra el ‘tiempo de Jesús’ y abre ‘el de la Iglesia’.
En el evangelio llama la atención que, tras la Ascensión, diga que los apóstoles volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Lo que parece una contradicción: Jesús se va ¿y ellos vuelven llenos de alegría? ¿Por qué?
Quizá, porque la Ascensión no es una partida, sino una desaparición o presencia de otra manera. Y es que mientras la partida significa el fin de una presencia, la desaparición inaugura el tiempo de una presencia encubierta.
Por eso, la Ascensión inaugura un modo distinto de presencia: una presencia de Jesús no según la carne, sino nueva, espiritual, sacramental, para todos y para todos los tiempos.
Es verdad que este modo de estar conlleva una objeción, pues si no es visible, ¿cómo podrán los hombres creer en su presencia?
Y la respuesta la da el mismo Jesús: “vosotros seréis testigos de esto… hasta los confines del mundo”.
Tras la Ascensión, Jesús quiere hacerse visible a través de los discípulos. Quiere que seamos nosotros los testigos de su entrega, amor, perdón y resurrección.
De ahí que el Vaticano II diga: “cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la Vida del Señor Jesús y señal del Dios vivo”.
Y añade: “cada sacerdote debe ser testigo de Cristo y del evangelio”.
Todos testigos de Cristo. Pero el testigo, no lo olvidemos, no es quien se limita a repetir una cosa, sino el que refrenda con su persona y vida aquello que afirma.
Pablo VI decía: “El mundo de hoy tiene más necesidad de testigos, que de maestros”.
Y es que el testigo habla tan verazmente, que habla con la vida. Con la vida que tiene por modelo supremo, la de Cristo Jesús, el que dijo ante Pilato: “yo he venido para ser testigo de la verdad”.
Por eso, a Cristo lo siguen de cerca los que testifican con su sangre, los mártires. Y el siglo XX ha sido, probablemente, el del mayor número de mártires en la Iglesia.
Entre otros, tenemos a don Enrique Vidaurreta, nuestro paisano, quien había sido encarcelado con los sacerdotes que hacían ejercicios espirituales en el Seminario. Y en la noche del 31 de agosto de 1936, cuenta uno que estuvo presente: “cuando fueron por un grupo de sacerdotes para fusilarlos, uno de los señalados estaba enfermo, y don Enrique se brindó para ir en su lugar. Los asesinos, incapaces de admirar tanto heroísmo y santidad, aceptaron el cambio y lo mataron”.
No perdamos de vista, hermanos, lo que nos pide Jesús y recuerda el Concilio, nuestro testimonio.
Esa será la mejor preparación, para recibir lo que el Resucitado nos ha anunciado: “Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido, la fuerza de lo alto… Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis la fuerza para ser mis testigos… Hasta los confines del mundo”.