Atrás van quedando, esos días posteriores a la Navidad, año nuevo, en los cuales nos apremian con prometedoras y milagrosas dietas… y, por tanto, nos adentramos una vez mas en los días próximos a la primavera, fechas tan propicias para dar rienda suelta a los deseos más insertados, incrustados o fijados en nuestros genes, desde hace millones de años.
Se dice que los carnavales podrían tener algo de origen en las Saturnales, (festividades romanas), celebradas por primera vez, en el año 217 a.C. con motivo y a modo de elevar la moral de los ciudadanos romanos tras la derrota que el cartaginés Aníbal Barcal, infligiera al cónsul romano, Cayo Flaminio en la batalla del Lago Trasimeno. Un gran banquete público, intercambio de regalos, continuo festejo en un ambiente de relajación de normas sociales donde “casi” todo estaba permitido. Pero, lo no menos cierto es, que, tras superar el solsticio de invierno, con los meses de encierro en las cavernas, refugiados del frío y la dureza del clima invernal, en acercándose el equinoccio, con el aumento de la luz diurna, la mejora de las temperaturas y la inminente llegada de la Primavera, el humano, siempre dio rienda suelta a sus actividades, saliendo de la cueva, retomando la caza y las labores de recolección, había llegado el final de las restricciones alimenticias propiciadas por la inactividad, por tanto, daban rienda suelta a la ingesta de alimentos. No olvidemos que, el Homo sapiens llegó a poblar todo el Planeta Tierra, gracias, como les decía, a que en genética llevamos implícitas dos actividades muy principales, alimentación y procreación.
Luchar contra ello, siempre ha sido una guerra perdida, y, en llegando a estas conclusiones habrá que hacer uso del razonamiento, el cual, también evolucionó con los cambios en el sistema de alimentarnos, al pasar de cazadores-recolectores nómadas a ser agricultores y ganaderos sedentarios. Pero, para razonar y sacar las mejores conclusiones, debemos hacer uso del llamado, sentido común, y este, actualmente brilla por su ausencia.
En tierras caribeñas, no hace muchos días de la imagen, viajaba en autobús en busca de hospedería cuando, en una parada para repostar, el grupo de personas que viajábamos juntos, acudieron a esa tienda que ahora existe en todas las estaciones de carburantes, repleta de “chucherias” para matar el hambre. Mi juicio me llevo al otro lado de la vía pública por donde transitábamos, allí tenía un puesto ambulante, montado en un singular motocarro, un lugareño que, por cincuenta pesos dominicanos, (0,84 euros), te ofrecía un sabroso coco, cortado al instante a machetazos, para beber su dulce néctar y después abrir y comer la blanca y no menos sabrosa pulpa interior. Todo un acierto, por el manjar ingerido, por las palabras compartidas con el singular vendedor ambulante de frutas. Piñas, china o naranja dulce, guayaba, chinolas, sandías, papayas… un sinfín de sabores por explorar.
No es por menoscabo ni desprecio a otros alimentos, pero vendrán ustedes a convenir conmigo, en el uso, nuevamente de la razón. Y de nuevo tirando de la experiencia les diré que la dieta milagrosa es aquella que nos permite vivir saludablemente, para ello, debemos elegir muy bien que alimentos tomamos y en la cantidad de calorías indicada por la ecuación ingresos-gastos, sólo así, y a modo de filosofía de vida, con una continuidad en el tiempo, conseguiremos mantener satisfechos los deseos desmedidos de nuestra genética, sin alterar los agujeros del cinturón, ni la talla de nuestros pantalones. Del otro requerimiento implícito en los genes, como me decía el urólogo, al igual que en casa de todo buen cristiano… cuando la mujer así, lo desee.