Miro por la ventana, la arena estaba cambiante, daba igual, me marcho con mi marido unos días a la capital, la boda de unos amigos se ha colocado delante del sol y playa, los cambiaré por una masa de rascacielos y cemento que intuyen que tú estás allí de paso y se apresuran a convertirse en momentos de agorafobia para que levantes el vuelo cuanto antes.
La tarde se despedía mientras yo intentaba meter en una maleta pequeñita, la exigida por la compañía aérea, todo lo que tenía organizado sobre la cama y que evidentemente no iba a caber en aquel habitáculo de juguete. Todo porque a mi marido se le había antojado no facturar, pero él no comprendía que una boda es un evento que necesita muchos accesorios. El tono plateado de aquella mini maleta no ayudaba a la concentración. Parecía que estaba jugando a las casitas. Aquellos botecitos pequeños en la bolsa de aseo, aquellas cajitas diminutas conteniendo secretos de maquillaje y belleza, unas sandalias joya ligeras, la plancha del pelo, ya se sabe los hoteles no tiene este artefacto si acaso un secador básico.
En uno de los bolsillos interiores iban las pulseras doradas que me habían regalado por mi cumple, los pendientes exquisitos que me había comprado, el clutch de fiesta en el que tampoco cabe casi nada, como mucho un labial un minipeine por si algún rizo se desmadra, un espejito mágico, para instantáneas y selfies y desde luego el móvil. Le hice hueco como pude a los zapatos acordonados y negro optimista de mi pareja un 44, ¡esto ocupa mucho sitio! Así que dentro de ellos introduje las brochas del maquillaje y otras cosillas de contrabando. ¡Pues me ha entrado todo!
Me doy la vuelta tan contenta y veo los trajes de fiesta colgados en su bolsa ¿ y ahora dónde pongo esto? Sudo del sofocón. Llamo a Luis. Le suelto la perorata y le digo que intente guardar los trajes en la maleta. Me mira con asombro y con calma me dice: creo que lo mejor será que cojamos la maleta más grande y facturemos el equipaje. Fue una experiencia adrenalínica, creedme.