Todos quisiéramos quitar la cruz de nuestra vida. Pero ello es imposible pues la vida va cargada de problemas, conflictos, dolores, sufrimientos y hasta la misma muerte. Echando una ojeada a nuestro alrededor pareciera que Dios calla ante los tanques que siguen matando en Ucrania y Palestina, que los problemas del campo no se solucionan, que los políticos “siguen caminando a su bola”, que la fiebre de la corrupción no se detiene.
Ante esta cruda realidad entramos en el quinto y último domingo de cuaresma en el que percibimos en el Evangelio la victoria de la vida sobre la muerte, como preparación de la semana santa. Es una reflexión paradójica en donde no se puede engendrar vida sin dar la propia. Una jornada en la que es preciso recordar las palabras de Cristo: “Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo. Que tiene que morir para liberar toda su energía y producir un día su fruto”. Comprendiendo que no es posible vivir de verdad si uno no está dispuesto a desvivirse por los demás.
Es fácil hablar de Jesús y utilizar el evangelio a nuestros intereses humanos. Pero es muy difícil entrar en ese camino de la cruz de Jesús en donde no hubo trompetas, ni nazarenos, ni sillas ni balcones preferenciales para ver la procesión. En aquel camino hubo mucha soledad, mucho dolor y sangre inocente. Jesús pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. ¿Qué es lo que se esconde en el Crucificado para que tenga ese poder de atracción?. Solo una cosa: “su amor increíble a todos”.
Como comentan muchos teólogos: “El amor es invisible”. Solo lo podemos captar en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, solo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Solo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.
Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte de cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para si su energía vital, permanece estéril.
Con este lenguaje tan grafico y lleno de fuerza, Jesús deja entrever que su muerte, lejos de ser un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida. Pero, al mismo tiempo, invita a sus seguidores a vivir según esta misma ley paradójica: para dar vida es necesario “morir”.
No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a “desvivirse” por los demás. Nadie contribuye a un mundo más justo y humano viviendo apegado a su propio bienestar. Nadie trabaja seriamente por el reino de Dios y su justicia sino está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos, la conflictividad y persecución que sufrió Jesús.
En esta Semana Santa que se nos aproxima no sólo nos conformemos por ver las preciosas procesiones, leamos la pasión de Jesús en el Evangelio de Lucas y participemos en las parroquias de las celebraciones litúrgicas. El encuentro con el crucificado nos llevará al triunfo y alegría de la Resurrección.