Cada año, el mes de noviembre comienza en la Iglesia trayendo a nuestro recuerdo y a nuestra oración a todos nuestros seres queridos difuntos. Rezamos y visitamos los cementerios y los lugares donde reposan todos los que nos precedieron en la vida, porque tras su muerte los confiamos al amor y a la misericordia del Buen Padre Dios.
Y buen ejemplo de ello lo tuvimos el pasado sábado cuando la imagen de nuestro patrón, el Señor de la Salud y de las Aguas presidió en el Cementerio de la ciudad la misa por todos nuestros hermanos que allí descansan, esperando la plenitud de la nueva vida en el Señor. Una hermosa celebración llena de cariño y esperanza.
Pero al mismo tiempo, esta época del año nos acerca al final del Año Litúrgico, que terminará, el próximo fin de semana, con la celebración de la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. En este tiempo, las lecturas siempre tienen un tono apocalíptico, nos acercan a contemplar el final de los tiempos. Es verdad que parece un telediario, esos que a todas horas nos llenan la vida de catástrofes y violencias. Por eso sorprende la invitación del Señor a la tranquilidad hoy en el evangelio. Pasarán muchas cosas que nos estremecerán el alma. Pero nuestra tarea, nos dice el Maestro es seguir confiando en Él y en su Palabra, pues esa perseverancia será la puerta de nuestra salvación. No lo olvidemos cuando vengan las dificultades, las problemáticas a nuestra vida.
Además de esta realidad que quiere mirar al final de los tiempos, nuestra Iglesia católica celebra en este domingo, el 33 del Tiempo Ordinario, la celebración de una jornada que alcanza ya su novena edición: la Jornada Mundial de los Pobres.
León XIV, en su primer mensaje para esta jornada, nos invita a celebrarla con un lema muy sugerente: “Tú Señor, eres nuestra esperanza” (Sal. 71,5). Y es que este Año Santo de la Esperanza, al hablar de los hijos e hijas bien amados de Dios, aquellos que sufren en sus carnes la lacra de la pobreza y las desigualdades, tiene mucho sentido hablar de que ellos son testigos de esperanza para todos nosotros, sus hermanos.
Porque la Jornada Mundial de los Pobres nace de una verdad decisiva para nuestra fe: Dios nos amó primero, y ese amor es el verdadero motor de todo lo que como cristianos podamos hacer. La pobreza tiene que dejar de ser un problema que “hay que resolver” para pasar a convertirse en un lugar donde Dios mismo espera ser acogido. Visto así, nuestros hermanos pobres se convierten, ni más ni menos, en la presencia cercana de Cristo. Esa es una idea muy bonita, aunque parece muy poco realista. Para aterrizarlo podríamos preguntarnos ¿cómo me dejo afectar, convertir y humanizar concretamente por este encuentro con los hermanos necesitados?
Los pobres no sólo demandan pan, techo, trabajo y dignidad, aunque esto es innegociable, porque todos tenemos derecho a tener cubiertas las necesidades básicas, o al menos que se den las posibilidades para que con su trabajo puedan alcanzarlas. Ellos también necesitan amistad, reconocimiento, tiempo, un nombre que los reconozca como las personas que son. Y sobre todo, una Iglesia que no llegue desde arriba, sino que los acompañe desde dentro, donde ellos también puedan formar parte, porque ellos, desde el sufrimiento de su vida, son evangelizadores, portadores de la Buena noticia que nos salva.
En nuestra relacion con estas hermanas, pues la pobreza sigue teniendo mayoritariamente nombre de mujer, la Iglesia y nosotros mismos nos jugamos la fidelidad a quien tanto nos ama. O somos una única Iglesia con los pobres o dejaremos de ser la Iglesia de Cristo. No lo olvidemos.
Ojalá que seamos capaces de caminar en clave de esperanza de la mano de todos estos hermanos que recordamos especialmente hoy, dándole sentido y contenido a nuestro nombre de cristianos. Feliz y santo fin de semana.





