Supón que el Ministro del Interior declara que la unión de hombre y mujer merece más protección que el matrimonio homosexual y que la Defensora del Pueblo le replicara que el ejecutivo debe atenerse a las leyes. Supón también que al médico objetor o al obispo antiabortista se les enviara idéntico recado: que las leyes están para ser cumplidas. Y, ahora ¿cómo le ponemos al niño? que dicen aquí cuando, ante dos alternativas, no es fácil saber a qué carta quedarse.
Y ¿a qué atenerse cuando la portavoz de Bildu (y el silencio del clero nacionalista) diluyen los cientos de crímenes de ETA en el contexto explicativo de un conflicto político? ¿Y cuando las leyes de Moisés (o del talibán) mandan lapidar a la adúltera y sólo sale en su defensa la misericordia?
Para sentir en vivo semejante colisión moral asistían los antiguos griegos al teatro a presenciar tragedias como Antígona. Ésta, sintiendo el deber sagrado de enterrar a su hermano, se topa con el muro del poder político –el rey Creonte– que había decretado dejarlo insepulto por traidor. Lo que ella defendía («las leyes no escritas» de carácter natural y, por lo mismo, universal y eterno) sucumbe ante lo que el poder dispone para el caso. Aparte comentarios machistas, lo que Creonte le reprocha a Antígona es su pretensión de ser autónoma: que siga su propia (auto) norma (nomos) es un desafío al Poder.
Algo de esto acude a la cabeza oyendo el otro día a Cayo Lara desear buena suerte al nuevo Papa…con la advertencia de que no interfiera en nuestras vidas; o lo que es lo mismo, mucho intercambio de papeles pero el mismo guión que entre Creonte y Antígona.
El tira y afloja entre la conciencia y el Poder y hace milenios que se juega entre dos polos: el de los que creen que hay algo tan sagrado en la naturaleza humana que es un valor absoluto y, el de los que dicen que lo que hace buena a una ley es el voto mayoritario. Y, ahora ¿cómo le ponemos al niño?
