En casa de los judíos, cuando la familia celebraba la noche de la Pascua, el más pequeño de la familia preguntaba al más anciano por qué esa noche era especial para el pueblo judío. Ese pequeño rito es el comienzo de la gran celebración de aquellos que son nuestros padres en la fe.
Estoy seguro de que en muchas casas de nuestra ciudad, los niños se han sorprendido y han hecho que se vivan escenas parecidas a esas cuando han preguntado para qué son las túnicas planchadas y preparadas para la procesión, cuándo las almohadillas se han bajado de los altillos, o cuándo las mantillas se han extendido sobre la cama, horas antes de iniciar la estación de penitencia para que pierda sus arrugas.
Para una gran mayoría de los antequeranos, estos son unos días muy especiales. Y se nota en los preparativos que con sumo cuidado, hacemos a todos los niveles. Pero siendo ésta una hermosa realidad, en nuestra Semana Santa no podemos limitarnos a quedarnos sólo en los sentimientos. Ciertamente nos conmueven los aromas de primavera y pasión, la música o la belleza de las imágenes, los tronos bellamente decorados.
Pero esta celebración es mucho más que una manifestación externa, nace de una vivencia mucho más profunda, pues llega al centro de nuestra existencia. Para los cristianos, el misterio Pascual es la raíz y el fundamento de toda nuestra fe. Cuando de nuevo nos adentramos en la Semana Santa entramos de lleno en el Misterio del Amor de Dios.
Han pasado muchos siglos desde la primera Semana Santa. Pero sin embargo ese amor de Dios sigue acercándonos a ese momento tan especial, cuando el Amor se hace pan en la Última Cena. Es un momento entrañable y se nota en el ambiente de aquella comida. Todos los discípulos sentados a la mesa, reunidos en torno al Maestro, disfrutan de la comida Pascual. Como también ocurre cada día cuando celebramos la eucaristía.
Jesucristo se nos da en su cuerpo y en su sangre. Y quiere que ese alimento sea quien nos impulse a seguir adelante en nuestro caminar cotidiano. Por eso, vivir verdaderamente la Semana Santa es aceptar la invitación del Señor a sentarnos en su mesa para alimentar nuestras hambres, para fortalecer nuestros débiles pasos. Pero el culmen de todo este regalo no se queda en la mesa de la última cena sino que está en la cima del Calvario.
El camino del Señor, humanamente hablando, termina en lo alto de aquel monte que se levanta a las afueras de Jerusalén, donde llega cargando con su cruz para entregar su vida: no hay amor más grande que quien entrega su vida por sus amigos. Y todos nosotros somos esos amigos por los que Jesucristo entrega su vida.
Pero el dolor y la muerte no pueden tener la última palabra. Hubiera sido muy triste si ese hubiera sido el final, si la piedra del sepulcro hubiera acabado por sellar para siempre la alegría y la esperanza que nace de la Buena Noticia que el Maestro de Nazaret fue anunciando con su ministerio.
Por eso la alegría de la mañana de Pascua no es solo la de un nuevo día sino del gran “sí” de Dios Padre a la humanidad. Los discípulos se escondieron porque tenían miedo de terminar como su Maestro. Y tienen que ser las mujeres, siempre las mujeres, las que se acercan al sepulcro a culminar la “tarea pendiente” de la tarde del viernes. Y son ellas, en concreto Magdalena, quienes reciben la gran noticia: el Señor está vivo.
Cuentan que la tarde de aquel primer día de la semana, dos de sus discípulos, que huyeron a Emaús. Habían pasado muchas cosas en apenas unas horas. Pero al final estos discípulos iban llenos de dolor y amargura porque su Maestro había muerto. Así se lo manifiestan a su compañero de camino, a quien invitan a que haga noche en su casa. Y allí ocurre el milagro: era el Señor, que estaba vivo. Y lo reconocen cuando repite el gesto de su última cena y les parte el pan.
Ojalá nosotros también lo reconozcamos así, para que nuestro paso por la Pascua nos haga hombres y mujeres nuevos. Felicidades de corazón.