Los chavales disfrutan desde su inocencia mientras que los adultos descorremos las cortinas del presente para dejar volar nuestra imaginación y rememorar con ellos aquella infancia que nos tocó vivir. Sin tanta tecnología,nuestra mente se evadía dando vida y movimiento al regalo que llegaba.
Porque todo ello conjuntado formaba parte de eso que se ha venido a denominar, el espíritu de la Navidad. No fueron los años de nuestra niñez ni mejores ni peores si consideramos que lo verdaderamente valioso de la vida son los afectos y no las propiedades. De aquellas fiestas navideñas siempre se recuerda que lo importante era estar juntos y compartir momentos con la familia, sin olvidar a los que ya no estaban. La soledad no era precisamente un premio a la autosuficiencia como suele ocurrir en muchas de las sociedades actuales. Especialmente en mi caso quedan imborrables las imágenes de mi abuela materna y mi madre, que a mediados de diciembre organizaban todo lo necesario para que las hábiles manos del tito Paco agramaran con fortaleza –por la sabiduría que aportaba haber trabajado en La Gloria– aquel amasijo conformado por manteca de cerdo, harina, azúcar y canela en sus justas proporciones.
Cuánta maestría desplegaban haciendo unos mantecados cuyos círculos, cuasi perfectos, se enfilaban ordenados sobre una lámina de papel de estraza. Es curioso que desde entonces siempre sintiera una admiración especial hacia el tacto robusto de este papel –tan habitual en las tiendas y considerado de segundo nivel– que hoy se usa tanto en artes gráficas para las agendas, invitaciones, libretas y otros artículos en donde se busca comunicar el concepto de artesano o manual. Ya supe luego que fue una invención del sueco Carl Dahl experimentando con la pulpa de la madera de coníferas mezclada con sosa cáustica a la que se aporta algo de calor y que en sus múltiples derivaciones predominó comercialmente el papel Kraft.
Decenas de láminas y sobre ellas, numerosos ejemplares de aquel exquisito producto del que luego –aunque estuviera a buen recaudo en aquella preciosa e inaccesible cómoda de la abuela– yo iba a entresacar solapadamente los ejemplares más tostados como era mi costumbre. Formaciones de mantecados alineados delicadamente en el referido papel dentro de un enorme cajón que era conducido hasta una panadería existente en la calle de los Hornos. Me encantaba acompañar al “miniséquito” y permanecer un rato percibiendo ese olor tan particular, tan antequerano.
Era la década de los sesenta, la de acompañar a Ana Cuenca Guerrero a la misa del gallo, ante su predilecta Santa Eufemia, la nombro porque era una institución en forma de abuela que moldeó la personalidad noble y trabajadora de quienes tuvo bajo su regazo. Era la época de aquellos niños que pisábamos charcos en las calles, no siempre adoquinadas del barrio de Santiago y cómo no, la de aquellas jornadas de lluvia que duraban casi una semana. Había pues que pedir –nos decían– unas botas de agua y unos zapatos gorila, pero escribir a esos reyes no queríamos que contaran para reducir las opciones de juguetes. Siempre lo mejor lo percibíamos mi hermana Ana Mari y yo a la hora de llegar delante de aquella enormidad de mostrador desde el que un señor nos acercaba una caja conteniendo el magnífico regalo que el Banco Hispano reservaba por Navidad para los hijos de todos sus empleados. Y así, como pasaban los años, fueron pasando también mecanos, trenes a pilas que humeaban siempre que depositaras aceite delante de su chimenea, fuertes apaches o juegos reunidos por citar algunos de los objetos que pasarían a formar parte de nuestra memoria por el acompañamiento que nos aportaron. Tiempos en los que España empezaba también a crecer hacia la modernidad, aunque con el lado oscuro de la emigración porque no se invertía lo suficiente para aprovechar mejor sus riquezas.
Respetando a quien no lo admita, aquello formaba parte de nuestras tradiciones, y como tales las hemos ido perpetuando con los hijos en la medida que nos han marcado una niñez feliz y la sociedad que somos hoy. Siempre se ha dicho que un pueblo sin memoria es un pueblo que no tiene futuro, por lo que creo que no conduce a nada bueno querer olvidar que en aquellos años, pese a las carencias monetarias, vimos mucha alegría en la calle y muchas personas cantando villancicos por las casas, zambomba y pandereta en mano.
Pero como el tiempo pasa, aquellos niños ya fuimos padres o madres y por eso en líneas generales hemos seguido manteniendo muchas de las habituales costumbres de la época navideña que vimos y sentimos. Yo particularmente quise incorporar una aprovechando que los dos estábamos de vacaciones y no era otra que subir al Torcal y hacer que los ojos de mi hija se abrieran delante de aquel escenario mágico. Pocas veces había suerte, pero si ese año nevaba, la felicidad de aquellos ojillos radiantes se multiplicaba por mil porque jugar con ese nuevo elemento, la nieve, sus sensaciones y las múltiples formas que podía adquirir eran una verdadera lección de vida.
Agrada saber que, conscientes del consabido sedentarismo y la elevación por años consecutivos de la tasa de obesidad infantil, muchos padres harán lo propio en estas fechas y disfrutarán de algún abrigado paseo por nuestra sierra. Ahora que corren tiempos en los que la mirada de los niños pasan semanas sin enfocar en la distancia, solo objetos y dispositivos electrónicos cercanos, las vacaciones de navidad van a ser una magnífica oportunidad para disfrutar en familia divisando paisajes y pateando senderos.
Tal vez no se trate tan solo de abrir paquetes, sino enseñar a los niños y niñas que el mejor regalo es disfrutar, respetar y poner nuestro corazón en el entorno. Esas creo que, como a nosotros nos ocurrió, serán las huellas que tal vez ellos recuerden con más vehemencia si por desgracia la naturaleza que hereden sea peor que la de sus recuerdos.
Con mis mejores deseos: ¡Feliz Navidad 2020!