Nada novedoso se revela al afirmar que las festividades navideñas siempre llegan radiantes y con esa singular emoción que se despierta al ver a los niños más felices e ilusionados que nunca. Lo que está claramente demostrado es que algunos desean que sean más duraderas, tal vez por la imperiosa necesidad de que gastemos más y desde mucho antes. Incluso hemos asumido ya la importación de modas extranjeras evidenciando la rentabilidad que para numerosos sectores supone mantener ese “mega puente” que tiene sus primeras piedras en el “black-friday” y las últimas en la tarde-noche de la cabalgata de Reyes.
Uno va cumpliendo años y observa cómo las costumbres evolucionan a pasos agigantados. Nunca olvidaré aquellas misas de gallo acompañando a la abuela y la parsimonia de aquel cura que, viendo la iglesia a rebosar de gente, aprovechaba la oportunidad para sermonear con la frase que más tarde entendí: “A la iglesia no voy porque estoy cojo, pero a la taberna llego poquito a poco”. Los bares y las mujeres por aquel entonces tenían el paso cambiado, así que el dardo envenenado se sabía para quién iba. Digo que más tarde entendí, porque el viejo refrán también vale para saber que una vez pasada tanta festividad llega el tiempo de los objetivos que siempre nos marcamos a principios del nuevo año, muchos de los cuales pasamos a ignorar tanto como lo de acudir al templo al que se refería el viejo sacerdote.
Resulta curioso que esa sociedad que ahora llaman de blanco y negro, tal vez por el color de la televisión recién comprada por muchos padres con no poco esfuerzo, conformaba un país rico en sabiduría y valores genuinos, de los de dar las gracias, por favor y usted perdone.
Hoy, en el tiempo de las prisas y la inmediatez, desechamos rápidamente lo adquirido. Los objetivos y referentes pasan por parecerse a tal o cual persona cuyo perfil de Instagram no es sino el resultado de aplicar filtros a las fotos o la experiencia efímera de un paisaje o una compañía.
Así que vivimos entre dos mundos, el que realmente ven nuestros ojos, el tangible, frente a este otro virtual que también vemos, pero a través de una pantalla luminosa a la que a veces prestamos más atención. Quién no se sorprende al saber que se hacen virales las noticias de que algunos ayuntamientos están incorporando en el suelo avisadores luminosos y acústicos para que los usuarios del móvil mientras caminan sepan que se acercan a un paso de peatones. Otro tanto con los problemas que ocasionan numerosas personas cuyo objetivo es hacerse un selfie en el centro de calles de mucho tráfico con iluminación navideña.
Así las cosas, casi perdiendo el foco de lo sustancial, me viene a la mente la figura de Álvaro Neil, el afamado “biciclown”, cuando nos recuerda en su obra algo que encaja perfectamente en estas festividades que cierran un ciclo para iniciar el nuevo año. Nos invita a todos, especialmente a los más jóvenes a “compartir sonrisas, a abrazar metas y sueños para usarlos como la mejor herramienta frente a la incertidumbre. Más que usar el GPS, utilizar el PPS, para, pregunta y sigue. Esa es la actitud si se quiere cumplir objetivos mientras se disfruta un presente, siempre efímero”.
Ya todo es pasado, como aquellos mantecados amasados por la abuela en casa o aquellos villancicos entre risas compartidas alrededor de un nacimiento al que se uniría luego un engalanado árbol plegable que crecía en tamaño y espacio con el tiempo. Aquel crecer y tener hijos, luego ya nietos o el poder abrazar todavía a una nonagenaria madre sin olvidarte de esos que nos dejaron y que tanto se añoran en estos entrañables días invernales.
Hablamos todos de la magia de la Navidad y apenas pensamos que su gracia o relevancia no va en proporción al número e intensidad de las luces y decoraciones. Su inmensidad viene del abrazo cercano entre los nuestros, incluyendo familia y amigos,además de ese inmortal y hasta franciscano deseo de que haya Paz y Bien en el mundo. Mucho más ahora que tanta falta hace. ¡Feliz Navidad!