Hace unos días, mi alumnado me interrogaba sobre cuál era mi fecha preferida en el año. ¡La Navidad!, respondí. La Navidad es para mí hacer un viaje ritual. Necesario al fondo del corazón de la infancia. Abrir sus puertas a los tres fantasmas de Dickens (“Christmas Carol” de Charles Dickens, 1843). Vivir recuerdos arraigados en valores cristianos y en el amor del calor familiar, como es mi caso.
Sentado delante de este escrito, me siento como Mikey y su amigos subiendo al desván de su casa (“Goonies” de Richard Donner, 1985). Sentado en el salón de casa, haciendo compañía a mi madre, descubro el álbum de fotos familiar. Sonrisas, bonitos recuerdos, edades diferentes, familias, amigos, mi hermano, mi madre y mi padre. Y llego a una foto especial. Mis manos pasan sobre ella, deseando vivir aquel momento. Nuestro primer año nuevo fuera de casa. Corrían los años 80. En Antequera, el restaurante Chaplín fue de los primeros en celebrar la Nochevieja, incluida la cena. Ahí estamos los cuatro, mis padres, mi hermano y yo. Esa noche di rienda suelta al Kevin (“Solo en casa” de Chris Columbus, 1990) que llevo dentro. Fue una noche fantástica, genial. Cientos de personas que no conocía, una orquesta y mi familia. Disfrutábamos de aquellas fechas, incluso de un evento que me ponía los vellos de punta, el maratón de recogida de juguetes de Radio Antequera. Encadenado a mis juguetes, llegaba mi madre al cuarto de los juguetes (un templo). Hacía su selección y con resignación, sin necesidad de ir a una “sillita de pensar”, entendíamos las razones del propósito, sumándonos con agrado.
Las calles olían a mantecados, a castañas. Las papelerías de Macías, San Agustín… engalanaban sus escaparates con belenes, material escolar, libros… envueltos en luces y colores. Comprábamos lo necesario para la escritura de las cartas a sus Majestades de Oriente. Siempre debíamos terminar con deseos y ruegos para aquellos niños y niñas más necesitados. Era siempre una carta muy meditada. En nuestro caso, tres regalos (uno por rey). Estos eran consultados en el gran libro con un triángulo verde y letras inglesas. No hablo de ningún ejemplar sacado de la biblioteca de Hogwarts (“Harry Potter” de J. K. Rowling). Aquel catálogo editado anualmente por unos grandes almacenes era nuestro preciado “vademécum” del juguete. Había que desplazarse a Málaga, merendar y dejarse llevar por aquella magia especial. No obstante, como si se tratase del callejón Diagon, en Antequera existe la calle Duranes. Es allí, hace unos años, donde había una tienda de magos del deseo, llamada Bazar Mejías. El hada Julia sabía de los gustos de algunos de los niños y niñas de la ciudad, y sus Majestades mágicas la seleccionaron como paje real con delegación en Antequera. Era todo una garantía y tranquilidad, tener a alguien tan cercano con conexión directa a Oriente.
Volviendo a la cena de fin de año de la foto, mi hermano y yo interrogábamos a mis padres constantemente si habían tenido noticias de sus Majestades, por si había algún problema en las comunicaciones con Oriente. La verdad era que cada día que nos acercaba más al día de Reyes, el nerviosismo crecía en nosotros. Intentábamos un poco olvidar. Las tardes se pasaban entre proyecciones de Cine Exin, meriendas viendo dibujos animados con los vecinos, en especial los de la versión de “Cuento de Navidad” (repetida año tras año y que aún no me canso de ver).
Leíamos, pintábamos, inventábamos inocentadas, soñábamos con los muñecos de StarWars, Playmóbil… todo ello bajo el aroma del pavo más rico del mundo, el de mi madre (me disculpan ustedes). Y esperando a mi padre a la caída de la tarde, para continuar construyendo el Belén. Con río y tormenta. Me encantaba, era como nuestro pequeño momento “Industrial Light and Magic” (división de efectos especiales de Lucas Film) en casa, ideando trucajes y accesorios para la maqueta del Nacimiento.
Miro la foto y cierro los ojos. Siento la puerta de casa abrir, salir corriendo a recibir a mi padre; las manos de mi madre abrigándome para asistir a la Misa del Gallo en el Colegio de la Inmaculada; a mi padre alzándome para ver la aparición y desaparición del Ángel en el Belén que montaban en la Parroquia de San Sebastián; la familia sentada entorno a la camilla viendo “Un, dos, tres… responda otra vez” (programa dirigido por Narciso Ibáñez en TVE) dedicado a los niños y niñas por aquellas fechas; el no poder dormir la noche de Reyes por los nervios…
¡Ay! Quien pudiese como Wells en “El tiempo en sus manos” de George Pal (1960) o Marty McFly en “Regreso al futuro” de Robert Zemeckis (1985) viajar a aquellos tiempos. Pero es entonces, cuando te das cuenta de que lo importante es el ahora y que ese cúmulo de vivencias han conformado lo que eres. Ésa es la gran enseñanza de esta vida. Ése es el regalo más bonito que te ha podido hacer la vida. La vida misma, vivirla. Vivir y transmitir con el corazón, siendo conscientes de la buena nueva que celebramos en estos días: el nacimiento de un niño que trajo la esperanza a un pueblo de fe. Hoy más que nunca necesitamos del nacimiento de esa esperanza, de la fe transformada en amor, cordialidad y unión entre todos nosotros sin distinciones de edad, sexo, cultura o raza, para vencer cualquier adversidad. Con los ojos húmedos sobre la foto, comparto con ustedes mis mejores deseos y salud. ¡Dios os bendiga, que Dios nos bendiga a todos!