Todo empezó el día que fui con mi esposa al supermercado. Yo tiraba del carrito e intentaba no chocar con los estantes. Al mismo tiempo mi hija nos mandó un WhatsApp, anunciándonos que venía a merendar y le apetecía lomo embuchado en finas lonchas.
– Nene, ¿vas por el embutido?
Me propuse hacer una selección concienzuda entre los distintos tipos del maldito lomo embuchado en finas lonchas envasado al vacío. Cuando llegamos a casa, cogí el paquete y me dispuse a levantar la solapilla del abre fácil; una, dos, tres… hasta doce veces lo intenté en todas las esquinas y nada.
– Nene ¿no te sería mejor abrirlo con las tijeras?
Fue entonces cuando secándome las gotas de sudor que me caían por la nariz, la miré fijamente a los ojos. Entonces comprendió mi deseo de quedarme solo en la cocina. Para colmo mi hija gritaba desde el comedor:
– ¡Papá, tengo hambre!
– ¡Pues come fruta, no tenemos pan!- le contesté, mientras derrotado guardaba el lomo embuchado en finas lonchas, en la nevera, bajo la verdura. Cuando abría el frigorífico, lo veía allí triunfal, desafiante. Con la punta de la solapa, asomando, donde se distinguía FÁCIL.
Entonces, armándome de valor, lo miré fijamente y le dije:
– Te vas a enterar de quién manda aquí.
Fue una gran batalla. Era como si se hubiera entrenado para la ocasión. Tras varios intentos tirar una silla, tomarme una pastilla y contar hasta cien para calmar los nervios, al fin conseguí despegar la solapa. Fue algo mágico oír aquel sonido ZIIIIIP. Cerré los ojos y esperé que el aroma llegara a mis fosas nasales ¡PUAGG, qué asco!: había caducado.
De nuevo aquella voz:
– Nene: Yo no me lo comería.
La ignoré. Ella no lo entendió. Aquello era algo personal.
Me había enfrentado al mayor reto de mi vida. De camino al trabajo no dejaba de pensar en el próximo abre fácil.