Acabo de leer por enésima vez el cartel de la vitrina que hay en mi casa, a la entrada, un panel de comunicación para la vecindad. Hay que elegir color para pintar los pasillos y todo los colores posibles están en la quinta planta. Mis tenis me llevan rápidos por las escaleras marmóreas.
Hoy es el último día para votar y no me fío ni un pelo de los gustos de algunos. Me encuentro durante el ascenso al hijo de Mercedes, bibliotecaria y, amiga desde tiempo inmemorable. ¡Hola Luis! Luis no se sorprende, pero no descarto la posibilidad de que bajando, piense que hago yo subiendo a toda velocidad la torre de Babel.
Qué sobresalto me llevo al ver las muestras de colores que hay pintadas directamente sobre la pared. Un azul cobalto, un marrón indescriptible y el último se lleva la palma: amarillo pollito demacrado. ¡Dios Santo! ¿Quién ha elegido estos colores? Daltonismo agudo o mal gusto. Opto por buscar en mi mochila de caminar un boli que resulta ser rojo y escribo textualmente ¡Qué colores más feos!”Me gustaría un beig clarito”. Pongo mi nombre, mi piso. El comentario se une a otros que casualmente coinciden con mis preferencias. ¡Bueno, menos mal que no hay ningún daltónico en la comunidad!
Bajo las escaleras casi a la misma velocidad que las he subido. Lo considero un buen calentamiento antes de echar a correr por la avenida. Por fin llego a la calle, pero antes me encuentro en el portal con un repartidor de Amazon. ¡Buenos días! ¿Amazon? ¿A qué piso va usted? Pregunto –llevo días esperando un ordenador–.
No el paquete no es para mí. Llovizna entre un bochorno malagueño. Ya no vuelvo. Me adentro por los jardines cercanos. El calor y la lluvia me acercan olores fantásticos. ¡Qué mañana tan estupenda! Y acabo refugiándome bajo la marquesina de una línea de autobús porque ha empezado a llover de lo lindo. Cosas del verano y de los sueños.