No hay añoranza de las horas nocturnas, solo un regusto de sábanas tibias y silencios enmascarados por los claxon y los sonidos de las obras que abren interioridades en las calles para dotarlas de nuevas tuberías o… vete tú a saber.
La mañana se abre con sonidos. Las persianas de establecimientos y cafeterías, se despliegan, en marcha, hacia arriba, hacia el infinito, como llevadas por un afán de lunáticas conquistas. El agua, ahora un tanto restringida, pero no para el centro de las ciudades, chorrea por aceras y calles mientras arrastra perezosa los efectos de un fin de semana atípico en Enero, caluroso para un invierno que olvida cual es la razón de ser de sus meses, de sus días.
Largos pasillos de infructuosos amaneceres de un día azul que puede ser Lunes, o verde si te atreves con el Miércoles, por no hablar del negro cruel de los viernes en los que nada nos detiene y la semana cae formando risas de chocar de copas de cristal, de IKEA o de Murano, ¡qué más da!, después de la segunda copa ni te importa. Aperitivos que se prolongan hasta que el Sábado avisa, advierte, de sus amaneceres libres y de manera contundente, que el fin de semana quiere estar presente en aquella reunión anónima de la que todo el mundo opina.
Pero volvamos al Lunes. Un Lunes necesita una razón de ser, su vida no depende de un hilo, pero sí de una actitud. Su estilo, su aparición, como día de la semana no deseado, rutinario, tal vez, porque nos falta motivación después de un fin de semana relajado, libre de polvo y paja, necesita una razón para existir.
Los Lunes necesitan algo más para sobrevivir a la angustia de ser una simple repetición semanal que todos evitan sin poder hacerlo, y desde luego algo más fuerte que la tristeza inventada en tierras anglosajonas, en Cardiff concretamente, en 2005 por Cliff Arnalff, para el tercer Lunes de Enero. ¡Blue Monday! ¡Wow!