Llegar a un acuerdo para abrir el Centro de Transeúntes se está convirtiendo en un arduo trabajo. Quizá sea porque en este país, un simple acuerdo de cualquier naturaleza esté condenado al fracaso, es un desacuerdo a veces silenciado y, la mayoría vociferado. Se nos da bien ir de contreras, incluso renunciando a deseos propios y sesgando la libertad individual por no admitir que a otros les acompaña la razón.
Pequeñas desavenencias en el planteamiento del Centro le hacen permanecer cerrado. Los escollos, muy fáciles de eliminar, hacen mantener en la calle a los que vagabundean de lugar a otro, apátridas del progreso y la incomprensión. Éstos se lamentan y penan, no tiene ganas como en la zarzuela de “cantar sus miserias por el mundo”. Éstas afloran en sus caras, ropa y en el más simple de sus movimientos. Su canto ha enmudecido y cambiado por unos viejos cartones donde anotan la situación que padecen, pero siguen en la calle tirados en las aceras llamando la atención a un mundo que se desentiende con facilidad de lo que estorba.
Y todo está dispuesto en el centro, ordenado, desde el dormitorio con espacio suficiente para dormir con cierta comodidad varias personas, el recibidor, la cocina con sus enseres y olor a nuevo, a obra recién terminada. Pero curiosamente, en las dependencias antiguas teníamos protección policial, un filtro necesario por el que tenían que pasar cada uno de los transeúntes que requerían servicios de asistencia para cenar y pernoctar, y los voluntarios trabajábamos con seguridad. Después de la remodelación, la evidente falta de seguridad está haciéndonos cavilar demasiado y la autoridad competente no se pronuncia. Este país es de apartijos y el que aún no se haya enterado que espere pacientemente que a partir del veintiséis de junio lo tendrá bien claro.