El ciclo de producción y consumo se cierra con el reciclaje y tratamiento de residuos. Y ahí intervienen los que se ocupan de lo que tiramos: papel, plástico, vidrio, basura orgánica, o aguas residuales. La teoría la sabe todo el mundo; pero muchos parecen ignorar que en todo proceso hay alguien al final de la cadena (la del wáter incluida).
Los desechos pueden tener siete vidas, a condición de que se recojan por separado. Esto es también sabido. Lo que pasa desapercibido –porque no se ve– es el hombre junto a la cinta transportadora de la planta, separando ese tanto por ciento que los demás mezclan y, tratando de no cabrearse inútilmente, ¿quién le va a escuchar?
Peor lo tiene el que está en el tratamiento de aguas residuales, en teoría reutilizables para riego. A diferencia de los residuos sólidos, que están a la vista en los contenedores, de lo que la gente tira por el fregadero o el retrete sólo se entera el que está en la depuradora o en la estación de bombeo. Aparte cantidades ingentes de detergente o aceites, ahora se arrojan toallitas higiénicas o desmaquilladoras, además de compresas, pañales, preservativos, bastoncillos de algodón, restos de cigarrillos, etc. Pero, si la celulosa del papel higiénico se degrada, las fibras sintéticas de las modernas toallitas parece que no, por más que en el envoltorio afirme lo contrario. Y de ahí los enormes problemas en los filtros o bombas de las depuradoras, así como de atoros en las conducciones, olores en las alcantarillas y natas en el mar (el informe que tengo es de Málaga).
Viendo en el periódico la imagen del enorme filtro repleto de toallitas que el sufrido operario de la depuradora se dispone a limpiar, se le sube a uno a la cabeza aquello tan espantoso que decía Sartre: «El infierno son los otros». Porque algo así debe pensar quien, al ocupar el final de la cadena, debe comerse, casi literalmente, el marrón de los demás.