Tiene gracia F. Sabater cuando afirma que creer en la otra vida es, en sí mismo, la forma de incredulidad más radical y escandalosa, pues consiste en imaginar “que la muerte es sólo una apariencia y que no morimos realmente del todo cuando se certifica nuestra defunción”. Según él, esta “voluntad de ceguera sin límites” sería la enfermedad moral del que, acobardado por la muerte, acepta “el soborno celestial”.
No debe extrañar que los que argumentan así, “dentro de los límites de la mera razón” (Kant), no puedan entender que la fe contenga menos temor a la muerte que gusto por el misterio presentido… aunque vaya contra toda lógica: “Credo quia absurdum est” (“Creo porque es absurdo”) decía Tertuliano en el S. II. Pero también, en el extremo opuesto, los que dicen: “creo lo que no se ve”,… como si de hecho lo estuvieran viendo, están poco dispuestos a aceptar que haya unas gotas de agnosticismo en la sangre de todo creyente. Una sangre que se calienta cuando tiene uno la suerte (“la gracia”, dicen los teólogos) de experimentar en los gestos de verdad, belleza y bondad un anticipo de lo que debe ser el fundamento último de todo.
Racionalidad y dogmatismo (cuando alcanzan su condición suprema de pelmazos), se cargan la mínima empatía necesaria para la experiencia religiosa, que no es temor a la muerte, sino gusto por la Vida: Que un niño resulte ser El Niño Dios, que la divinidad se dé en el pan y el vino y, que a Dios le sobre vida hasta para convidar a los muertos…, puede ser todo lo racionalmente absurdo que se quiera; pero, precisamente por eso, (véase el Magnificat, o Mt 13,25) tiene toda la gracia del mundo. De ahí que la “voluntad de ceguera” con que se acoge esta fe nada tenga que ver con esconder la cabeza…sino con inclinarla.