Ha sido comenzar una lectura –El infinito en un junco (Irene Vallejo)–, el mismo día en que reponen en televisión: El milagro de Ana Sullivan. Una ojeada al libro, y tropiezas (página 99) con una evocación de la autora –escrita como los mismos ángeles–, de cómo su madre le leía cada noche antes de dormir. En su mente de niña iban entrando las andanzas de piratas y aventureros, al tiempo que, uno a uno, fue perdiendo sus dientes de leche. Una auténtica preciosidad de pasaje para un ensayo –en absoluto pedante, parece ser–, sobre el origen de los libros.
La pequeña analfabeta vivía como la humanidad lo ha hecho durante miles y miles de años antes de la escritura: oyendo a recitadores que, de aldea en aldea, cantaban historias que podían durar horas y hasta días. Todo estaba en su memoria; pero, muerta ésta, sólo el olvido quedó, pues no había libros. Tú imagínate aquellas sociedades pre-históricas (nuestros dólmenes son testigos elocuentes): Sin letra, el gran vacío.
Si apasionante es la aventura de los libros (“cofres de palabras”, dice la autora), es sin comparación de mayor calado el milagro conseguido por la maestra Ana Sullivan sobre la pequeña Helen Keller que, ciega y sordomuda, se comportaba como un bicho intratable. Hubiera bastado a los padres con domarla un poco, pero el aprendizaje logró hacer entrar en el cofre de su cabeza la conexión entre signo (tipo de morse tecleado en su mano) y significado. No recuerda un servidor escena más emocionante en película alguna: el agua de la fuente chorrea por una mano de la niña mientras la otra recibe, en alfabeto táctil, el signo “agua”. Se hace la luz en su interior. Mejor: nace el interior, la mente consciente.
Cuando Alejandro Magno venció al rey persa sólo tomó como botín un bellísimo cofre. Preguntaron sus generales qué podría merecer ser guardado en su interior. Sólo una cosa: La Ilíada (el catecismo del héroe), que era su inspiración. La niña, en cambio –ya convertida en cofre–, tuvo un alma: Su mundo abierto al mundo ¿El libro o, la cabeza?: No hay color.