Saltó a los medios la noticia de que en ciertas escuelas francesas se estaba haciendo huelga de deberes. Al parecer había desacuerdo por la sobrecarga de trabajo que ello supone para hijos y padres. Y, aunque el tema tiene muchas facetas, destaco un aspecto particularmente sangrante.
Es muy duro que un niño de siete años lleve cinco cates. Más aún, cuando compañeros de su edad sacan notables y sobresalientes. ¿Y qué decir de su pobre madre casi analfabeta que no se aclara con el boletín de notas que trae el hijo? ¿Qué clase de ayuda puede estar en condiciones de prestarle, aparte de dejarse la vida echando horas como limpiadora?
«Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios / una de las dos españas ha de helarte el corazón» cantaba, llorando, Don Antonio Machado cuando aquello estaba que pegaba tiros. Hoy, al españolito le espera lo que a todo el mundo: una herencia genética y un marco ambiental. Y, si el niño en el que estoy pensando es «listo como el hambre» (¡qué horrible expresión!) por puro azar genético, el ambiente familiar que le ha tocado en suerte no es el adecuado para desarrollar su talento. ¿Qué hay de extraño en que ya apunte maneras de fracasado?
Al inocente, que en principio no es más que sujeto de derechos, se le van asignando tareas para que, poco a poco, asuma responsabilidades. Unas serán ordenar su cuarto; otras, algún tipo de trabajo extraescolar. El caso es que no se convierta en un bicho ignorante y despótico; ya se sabe: el humano es el único animal que necesita ser educado. Es tan de perogrullo como que alguien tiene que «estar encima»; si no para hacerle los deberes, sí para ayudarle y animarle. Pero ¿cuántos padres, por la razón que sea, no lo hacen? ¿Y cuántos niños, sin comerlo ni beberlo, se apuntan precozmente al fracaso? ¡Qué tempranamente se gesta su destino! Y en la práctica: ¿qué queda del derecho a la igualdad de oportunidades? Finalmente: ¿se podría echar una mano?
