En su columna de El Mundo glosó Arcadi Espada un artículo (titulado «Viva Las Vegas») del joven periodista catalán Ferrán Caballero que hacía un elogio paradójico de la capital mundial del entretenimiento y del vicio, de los hoteles temáticos y las limusinas. En fin, de esa cosa a medio camino entre horterada, o peliculera «Ciudad del pecado».
El artículo citaba a un tal Irving Kristol que decía: «En Las Vegas la gente se abandona a fantasías (…) de conseguirlo todo a cambio de nada. Las Vegas invierte la situación: allí el vicio es público y sólo la virtud es un asunto privado. Esta inversión es tolerable mientras seamos conscientes de hasta qué punto es anormal» Es decir que, paradójicamente, Las Vegas resulta ser una gran escuela de virtud –sigue F. Caballero– «¡precisamente porque nos recuerda la excepcionalidad del vicio y el carácter efímero de los delirios de grandaza!». Como la excepción, a la regla.
Esto viene a cuento de que en este país, que de la noche a la mañana creyó ser rico con la cosa del ladrillo, no hubo ni un político que enfriara el delirio, recordando a la gente hasta qué punto subir con la ola era una situación transitoria. Así que lo malo no es la pasta sobrevenida (en el ladrillo o en la ruleta del casino), sino «olvidar su carácter excepcional» y efímero. Tan conscientes son los americanos de tener en Las Vegas una isla de vicio en un océano de normalidad moral (del esfuerzo, mérito…) que acuñaron este refrán: «Lo que ocurre en Las Vegas queda en Las Vegas». Eso es sensatez.
Pues aquí no fue así: a los chicos que llegaban de la ESO al andamio, se les hizo creer que lo normal era hipotecarse. Y no pasó el Mister Marhsall de Berlanga (el alcalde aquel se contentaba con un chorrito en la plaza) sino algo más duro: un cortejo de ciegos conducido por lazarillos irresponsables y manirrotos, sin la más mínima idea de que Jauja es literatura.