En medio de las jornadas calurosas del verano, la liturgia de la Iglesia continúa recorriendo de la mano de san Lucas el evangelio de la Misericordia. Estamos tan acostumbrados a leer sus páginas, que parece que nos cuesta descubrir, en profundidad, la riqueza de páginas como esta de la parábola del buen samaritano, texto del evangelio dominical.
El camino de Jerusalén a Jericó era el camino que los judíos ortodoxos del norte, de Galilea, tomaban para ir a la ciudad santa sin pisar el terreno “maldito e impío” de los samaritanos infieles. Como ocurre tantas veces entre vecinos, las complicaciones históricas, terminan por alejar y enfrentar a los hermanos y vecinos, haciendo de ellos, vecinos irreconciliables.
De esto nos habla este evangelio. En ese transitado camino, un peregrino es asaltado y dejado malherido al borde del camino. Hoy tenemos la obligación legal de ayudar a cualquier persona que haya sufrido un accidente. Y también entonces existía esa obligación moral.
Entonces ¿Por qué el levita y el sacerdote dan un rodeo para evitar a aquel que lo necesita? Porque para ellos era más importante participar en el culto, en la oración del templo que atender a aquel que estaba herido al borde del camino. Lo malo es que para eso, todos tenemos escusas: vamos con prisa, no podemos pararnos mucho o no es de nuestros, a saber porque está así o yo no le ayudo, pues no sé lo que va a hacer con la ayuda…
Pues con todas esas fronteras, con todos esos límites humanos rompe Jesús en el texto al presentar como prójimo de aquel hombre malherido a alguien tan mal visto por la sociedad judía como era cualquier samaritano.
En el proyecto de Dios uno de los pilares es la fraternidad entre todos los que formamos parte de la gran familia de la humanidad. Para mostrarnos el camino, Él mismo se hace prójimo de aquel que ha sido golpeado y maltratado: se acerca, lo cura con sus manos, pone aceite y vino en sus heridas y tras subirlo a su cabalgadura, lo lleva a la posada, procurando que allí sigan los cuidados y que no le falte nada a quien ahora más lo necesita.
En la figura de aquel samaritano vemos lo que el Hijo de Dios ha venido a hacer con la humanidad, especialmente con aquellos hermanos que sufren, que están abandonados a los bordes de los caminos. A Él no le da igual, no es indiferente ante el sufrimiento del otro, sino que pone en juego todo lo que está en sus manos para aliviarlo, para sacarlo de la postración donde lo habían arrojado los ladrones.
Bella lección. Pero como acostumbra a pasar con el Maestro de Nazaret, no solo se queda ahí, en lo teórico sino que nos invita a hacerlo vida. En su afirmación final, en su “anda ve y haz tú lo mismo” está la invitación para conocer como debe ser nuestra actuación por parte de todos los que creemos en él.
Ser cristiano no es “pasar de puntillas” por la vida y el sufrimiento de los demás, sino que es saber ensuciarse las manos con la humanidad del hermano, para así, juntos poder caminar por los caminos de la vida.
Seremos prójimos de los que sufren si en nuestro corazón hay compasión, capacidad de sufrir con el otro. Sin compasión, el amor no existe, no le dejamos espacio en nuestra existencia. Y lo más grave, demostraremos que no hemos aprendido la lección que el amor de Dios ha querido regalarnos a todos.
Bella tarea para este comienzo de verano y para cada día de nuestra vida. Hagámoslo vida, pues se necesitan muchos buenos samaritanos para que la familia humana pueda seguir progresando por los caminos de Dios. Feliz y bendecido domingo.