En el Evangelio de hoy vemos que camino a Jerusalén, Jesús pasa por Jericó, la última ciudad en la «ruta del Jordán» antes de comenzar a subir por la montaña de Judea hacia la Ciudad Santa. Era un largo camino, pues los judíos evitaban pasar por Samaría y bajaban por la cuenca del Jordán hasta que aquí se dirigían a la capital de Israel.
Y en esta concurrida ciudad transcurre el texto que la Iglesia va a proclamar este domingo. Zaqueo no era muy alto, es verdad. Pero sus «pecados» sí eran públicos y conocido por todos: colaborador del invasor romano, opresor de los pobres a través de los impuestos que cobraba, lo que le habían convertido en alguien rico y a la vez, odiado en aquel lugar.
Pues ese personaje tan reconocido, pierde su humana vergüenza para subirse a lo alto de un árbol y ver pasar desde allí al Nazareno, al que ya conocía de oídas. Hasta ahí nada raro en la vida de Jesús y sus discípulos, que con su «ir de un lugar a otro» tenían que «lidiar» con la fama que le acompañaba. Pero es de nuevo es Jesús quien sorprende con su actuación, cuando llama a Zaqueo al pasar debajo del sicomoro donde se había subido, y «se invita a comer» en su casa.
Y es en casa de Zaqueo donde se produce el milagro del que habla el evangelio de hoy, la conversión de este hombre. Pese a las «murmuraciones» de los vecinos, donde se vuelve a oír aquello de que Jesús no sabe donde se mete. Si de verdad fuera un profeta, un hombre de Dios, no entraría a comer en la casa de ese pecador.
Pero las «cuentas de Dios» no son las nuestras. Y el Maestro no hace caso a las habladurías. Es normal. Él no vino a condenar al mundo y a sus hermanos, sino que quiere que la salvación llegue a todos y sea la nueva manera de vivir como «Dios quiere», felices.
El detalle de Jesús de querer ir a casa de Zaqueo va a tener importantes consecuencias. A la hora del «brindis», aquel publicano se levanta y sorprende a todos sus invitados cuando dice que va a dar a los pobres la mitad de sus bienes, y que devolverá a quienes ha «estafado», de quienes se ha aprovechado, cuatro veces de lo ganado injustamente. La conversión difícilmente se puede medir con dinero, es cierto. Pero todos coincidiremos en que el gesto de Zaqueo era mucho más que querer «quedar bien» ante un invitado ilustre en un banquete. Se ha dado cuenta que no ha actuado bien. Pero sobre todo, está dispuesto a cambiar de vida tras este encuentro con el Señor. De ahí la alabanza que le hace Jesús: este hombre también es «hijo de Abrahán», el modo que ellos tenían de afirmar que es «hijo de Dios». Ese hecho justifica su acción, porque su misión es sanar todo lo enfermo, salvar todo lo que estaba perdido. Esos son los frutos del Reino de Dios al que Jesucristo consagra su vida y su ministerio.
Este evangelio aparece en la recta final del relato de san Lucas, en las proximidades de Jerusalén, donde Jesús se encaminaba con los discípulos. Por ello no nos parece aventurado afirmar que este publicano, que Zaqueo, fue uno de los que incorporó al grupo de los seguidores del Maestro, de los que le acompañaron en su Entrada Triunfal en la Ciudad Santa que cada Domingo de Ramos recordamos. Alguien que cuando lo vio en la cruz afirmaba una y otra vez una de las grandes verdades de nuestra fe: «me amó y se entregó por mí». Ojalá no se nos olvide, y podamos como Zaqueo, abrir nuestra casa a la salvación que trae el Señor. Feliz y bendecido fin de semana para todos.