Decidí hace un tiempo acordarme de algunos lugares por los que paseé mi mente y mi espíritu. Uno de ellos es el monte Fuji en Japón. Dejé pasar el tiempo y que llegara una situación ad hoc; creo que mis anteriores artículos han dejado tiempo, y este pequeño recuerdo de mis andanzas por Japón ha llegado en esta Semana Santa que acabamos de pasar en Antequera. He tenido la oportunidad de conocer muchos lugares; nunca he querido hacerlo como turista; he querido siempre ser yo, sin influencias externas a la hora de pasearme por mis sitios. En mi día pasado en el monte Fuji, también. Imagino que muchos visitantes a Japón lo han hecho en viajes organizados que han propiciado una visita turística al monte Fuji. ¿Por qué? Quizá porque es más cómodo ir a Japón con todo organizado, incluida una excursión al monte Fuji. ¿Pero qué es el monte Fuji y qué representa este monte en Japón, país que cuenta con más de seis mil islas?
El monte Fuji tiene una altitud de 3.776 metros y está situado en la isla de Honshu, una de las seis islas más importantes de Japón, a unos 100 km de la capital Tokyo, con sus casi diez millones de habitantes. Se le considera como símbolo de Japón; su última erupción tuvo lugar en 1707, y fue admitido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad en el 2013, tras la petición del estado japonés del 2007. ¿Quién no ha contemplado fotos e imágenes del monte Fuji, con su cresta nevada de siempre? El viaje a contemplar el monte Fuji es algo que los japoneses de todos los lugares consideran que trae buena suerte, y buena fortuna.
En mis múltiples viajes a Japón en los últimos años del siglo pasado, todos tensos, de varias semanas de duración, y de gran contenido científico, no dejaba de tratar sobre temas científicos con los grupos de investigación punteros de aquel país; eran reuniones agotadoras de “uno contra todos”, como yo solía decirme y grabarme en español en mi pequeña grabadora de bolsillo al final de cada jornada; jornadas densas de contenido científico, luciendo mi buen inglés frente al mal inglés de todos. A la pregunta de si había visitado el monte Fuji, respondía siempre los mismo: No.
No lo entendían mis interlocutores, ya que, como tantos otros visitantes a Japón, yo podía haber recurrido a una vista turística. No respondía para no explicar que yo había decidido ir a ver el monte Fuji como un japonés más. No estaba dispuesto a que me llevaran. Y así hice. Un domingo muy tempranito me fui al monte Fuji, en tren, “como Dios me diera a entender”. Me presenté en la estación central de Tokyo y expresé mi deseo de sacar un billete de tren para el monte Fuji. No tuve problema, aunque el funcionario se extrañó un poco que quisiera ir en un viaje tan largo y con varios transbordos. Yo quería ver el Japón profundo, y en mis andanzas en muchos países he visto que la mejor forma de hacerlo es viajando en tren “de los de antes”. Me apresté, pues, a hacer la vía Tokyo-Kozu-Gotemba, con sus transbordos correspondientes para, al final, viajar en autobús hasta la base del Fuji. Y acerté; pude estar rodeado en aquellas casi tres horas de japoneses, espontáneos, felices y dicharacheros –más espontáneas las mujeres– de todos los pueblecitos por donde pasaban aquellos viejos trenes de asientos de tablas.
Y descubrí que, con su alegría de aquella jornada, los japoneses eran muy ruidosos; yo diría que eran más ruidosos que los ruidosos españoles e italianos; descubrí, al mismo tiempo que las estaciones por las que discurrían aquellos trenes estaban rotuladas únicamente en japonés. ¿Cómo iba a ser mi vuelta? Confié, y no me equivoqué, en la amabilidad japonesa: los japoneses siempre se muestran dispuestos a ayudar a los forasteros que observan por aquellos lugares, empezando por aclarar que no hablan buen inglés pero que intentarán ayudar. Esta vez no fue diferente; me ayudaron los japoneses a no equivocarme en los cambios de tren a mi vuelta a Tokyo.
Y pude vivir “en vivo y en directo” lo que es un día de asueto total, desenfadado y sin formalismos, para aquellos japoneses felices y relajados, que iban a pasar un día contemplando el precioso panorama que se divisa en los alrededores del monte Fuji. Algunos, incluso, si el tiempo acompaña y no tienen vértigo (esto último lo añado yo), se permiten incluso subirlo y bajarlo, si disponen de varias horas para hacerlo.
Yo, fiel a mi prudencia “antequerana poco montañera”, preferí aquel domingo darme una vuelta por la base del monte, comer algo japonés en una especie de autoservicio que había en aquel entorno, y preparar mentalmente mi regreso a Tokyo con la tensión propia de un aventurero que ha diseñado un itinerario “a la japonesa”,fácil, pero con varios transbordos “en estaciones cuyos rótulos estaban escritos sólo en japonés”. Confié, sin equivocarme, en la amabilidad japonesa: pude volver a Tokyo, sin hablar ni una palabra de japonés. Los japoneses, que tampoco hablaban ni inglés, ni español, ni francés, me ayudaron mucho por gestos y señas…. Y aquel antequerano, algo perdido, pudo volver a su querido hotel Okura.