Un nieto de seis años trae un euro en cada mano y te dice que son once… porque ¡imagina que 11 son dos 1 juntitos! Otro día, un chico de ADIPA (30 años, pero una cabeza por el estilo), al que han sorprendido mangando cosillas, te confía su propósito de enmienda: «dicen que ya voy a ser bueno».
La inocencia tiene gracia; pero no sabríamos decir por qué. Para empezar, el hecho de que, teniendo todos cabeza, unos hagan mayor o menor «uso de razón», muestra a ésta como lo que es: una herramienta de trabajo. Al que tiene algo de luces le toca trabajar con el sudor de su mente, y «darse cuenta», «tener en cuenta», «llevar la cuenta» etcétera. Pero el contacto con la inocencia le hace ver –con alivio agradecido– que hay vida más allá de la razón calculadora. Sonríe porque, en una ráfaga del estado de inocencia, el corazón precede a la cabeza.
Mandar de vacaciones a la razón formal resulta útil para cumplir el verso aquel de Rilke: «Una existencia por encima del número me brota en el corazón» (Elegía IX). Pero el récord en pasar del «número» (es decir, de la coherencia racional contable) lo ostenta el Dios cristiano, para el que Jesús ideó la parábola del hijo pródigo. Imposible que no se divirtiera inventando una escena que es antología del disparate: un padre irresponsable pone al hijo gamberro por encima del formal, con el lógico mosqueo de éste. Ni razones, ni derechos frenan la locura de aquél al que le brota del corazón «una existencia por encima del número». Por eso, ni la mismísima sabiduría racional exhibida por el Creador tiene la mitad de gracia que ver alguna vez un corazón al que no rige la cabeza. ¿Es de esa anarquía, de la que los inocentes nos dan continuos anticipos?