Quisiera hablar de la Semana Santa, porque no está todo dicho ni sentido, ni vivido, pero se me coge un nudo en la garganta y salgo de los paréntesis que el pensamiento me tiende, como pequeños dispositivos tramposos que hacen de puente hacia alguna parte.
Ayer llovía y mucho.
Yo trotaba por las aceras, cargada con mis libros, el paraguas, el bolso. Pisaba contundente los charcos y los ladrillos, que empapados, hacían balances de cuentas a favor de los ricos en contra de los pobres, esa gente que somos o que seremos o que fuimos.
Aún me encontraba cerca de mi casa y lejos de mi trabajo. ¡Trabajo!! Palabra milagro en estos días.
Entonces lo vi.
Bajo la marquesina de una tienda de ropa de marca con nombre metálico, había un hombre negro. Se guarecía del gran diluvio. A ambos lados dos bolsas con efectos personales, detecté, y me dije «ésa es su casa».
¡Su casa! Un generoso cobijo con escaparates a la calle que lucían precios escandalosos, provocativos, ¿¿abusivos?? Desde luego. Para el hombre de color que esperaba a que el agua dejase de caer, todo un reto mental de supervivencia. ¿Ansiedad? Puede que la tuviera, pero desde luego lo que no tenía era hogar.
Recordé las sandalias del nuevo pescador. Limpias, negras, usadas, humildes. Francisco se presentó así ante el mundo y parece ser que así quiere que lo veamos. ¡¡Extraordinario!!
Enseguida en mi mente apareció nítida la imagen de unos pies descalzos, los de El Rescate. Gastados, besados, humildes, del pueblo, del suyo e hice un paralelismo. Mis lágrimas asaltaron mis ojos en un descuido de sentimientos cercanos, sin previo aviso tal vez un poco tristes de tristeza húmeda y gris. Se confundieron con la lluvia y yo agradecí el gesto.
Bienaventurados los mansos…
Pobreza, llanto, mansedumbre, hambre y sed de justicia, misericordia, pureza, pacificadores, y como culmen el reino de los cielos.