Así lloraba el poeta cordobés Ibn Zaidum la muerte de su amada esposa: “¡La de noches que hemos pasado juntos, sin más tercero que nuestra propia unión!”. Leyendo esta apasionada sublimación de su relación de amor… a la condición de un “tercero” (personal), no se puede evitar pensar si algo de esto pasa, o no, por las cabezas y los corazones de los que van por la calle cogidos de la mano. Lo seguro es, al menos, que ellos verán en la “Y”, que media entre el yo y el tú, algo más que una pura conjunción copulativa, o una mera adición.
Tan grande será esa “Y”, que, en el plano teológico, es la que acabó forzando el cisma de las iglesias cristianas de Oriente (1054). Mil años pensando: ¿Qué relaciona a las tres personas divinas? O, lo que es lo mismo: ¿De dónde “sale” el Espíritu Santo? La postura ortodoxa venía a decir: digamos sólo que procede del Padre (como el Hijo); cualquier otra formulación iría en demérito de la Tercera Persona divina.
Nuestro Credo, en cambio, formuló el dogma de la Trinidad afirmando que el Espíritu procede del Padre “y” del Hijo. Esa cláusula: “y del Hijo” (“Filioque” en latín eclesiástico…y en Wikipedia), que tanto dolor causó en siglos pasados (saqueo de Constantinopla incluido) y hasta el día de hoy, no parece asunto de pura discusión bizantina si se contempla la “Y” con la intuición poética con la que ese tal Ibn Zaidum se vio unido a su esposa.
Cualquier cosa menos pensar que la Trinidad (genialidad teológica que entusiasmaba a Hegel) sea un galimatías incomprensible con el que Dios desafía al creyente. Por parte suya sería de muy mal gusto. Otra cosa es pensar que ese Dios, plural y uno (como es el amor), se pase la eternidad diciendo: aquí estamos: “sin más tercero que nuestra propia unión”. Bellamente insondable… pero nada que ver con un estúpido rompecabezas.
