Ni siquiera Pedro Espinosa pudo entonar su canto de alabanza (panegírico) a su Antequera natal sin un correspondiente tirón de orejas a los jóvenes de su tiempo, a los que iba destinado. Lo que molestaba al profesor Espinosa es que, aquellos antequeranos, estuvieran más dispuestos a “merecer” su pasado, que a “admirarlo”.
Cuatrocientos años después, esta “Madre Antequera” tampoco puede ser cantada sin despabilar a los suyos con un enérgico: “no sabéis lo que tenéis”, en un intento de hacerles pasar del pasivo merecer, al activo admirar su rico patrimonio.
Pero una admiración de las que llenan la boca… pero no el bolsillo, nada tiene que ver con estos tiempos de la industria turística. Por eso, a más de uno se le llevan los demonios cuando oye decir que la Cueva Menga, por ejemplo, no es tan conocida como debiera… ¡porque está en Antequera!
Esa inercia antequerana se tiene que acabar. Y se acabará cuando algo tan singular como el Caminito del Rey, y con él la comarca, salga en las teles de medio mundo y no den abasto los autobuses o los trenes (¿se podría repetir lo de Gobantes?).
Se acabará cuando remen en la misma dirección la iniciativa empresarial, con políticos y técnicos para abordar con pragmatismo el negocio turístico. Por qué no hacer (es una idea) del “presunto” Palacio de Congresos un magnífico Museo de los Dólmenes, con una pasarela peatonal a sólo cien metros del precioso dolmen (tholos) del Romeral. ¿No cabría allí, holgadamente, una réplica, a tamaño real, de la ingente estructura pétrea de Menga?
Antequera necesita un pelotazo simbólico para este turismo de masas. Y, no pueden ser sus “Iglesias blancas y gongorinas”, que decía Dámaso Alonso, porque las hay en otros lugares. En cambio, con esa réplica que digo y, el Torcal y, el caminito… en el objetivo de todos los móviles de miles de visitantes, el nombre “Antequera” dejaría de sonar como algo reconocido a medias: “la marca la bellota”.
