El gran Le Corbusier escribía que “los materiales del urbanismo son el cielo, el espacio, los árboles, el acero y el cemento. En ese orden y en esa jerarquía”. Esta afirmación –hoy tan evidente como ignorada– se encuentra muy alejada de lo que los ciudadanos actuales, obnibulados por un simple entendimiento de lo funcional, requerimos de la ciudad que construimos pero que, paradójicamente, sí valoramos del urbanismo de siglos anteriores.
El cielo es el protagonista de espacios únicos como nuestro Portichuelo, –donde se recorta en la apuntada capilla-tribuna y la iglesia y su espadaña–, en la fachada de Santa María, –donde los pináculos arañan desafiantemente el continuo azul–, en la vista desde el interior del Arco de los Gigantes –donde la ciudad posada contempla el cielo, recortado por la Torre de San Sebastián–, o en cualquiera de los accesos a nuestra ciudad –todos de altísimo valor paisajístico–.
El espacio es elemento protagónico de espacios de encuentro, como la Plazuela de San Bartolomé –¿puede ser más bonita, pese a tanto elemento discordante?–, la plaza a donde abre San Miguel –de dimensiones humanas y volumen cincelado– y claustros como San Zoilo o nuestra Casa Consistorial.
Los árboles son inseparables en la memoria de ciertos espacios. Ni imaginamos la Alameda sin naranjos ni el Coso Viejo o Las Descalzas sin magnolios. Hasta logró un modesto cedro apodar su espacio circundante como “Plaza del Pino”.
El acero, en columnas corintias en nuestro ferrocarril estaba encargado de recibir visitantes y es el artífice de nuestra única plaza cubierta: el Mercado de Abastos, ejemplo de urbanismo democrático y funcional. Y el hormigón: el que debiera ser el último de los actores de lo que hoy hacemos no sólo es el primero sino que, casi exclusivamente, el único. Nunca construiremos, así, ciudad como la que heredamos.