Estoy escribiendo en el día que se cumplen dieciocho años del cierre de Madre de Dios. Era un día del 2004, concretamente el 28, cuando cerraba sus puertas el convento más céntrico de nuestra ciudad. Formaba parte de nuestra vida por ser paso obligatorio para el deambular diario, no solo porque convergen las calles más comerciales, sino porque ocupa una manzana en una artería importantísima para los antequeranos y foráneos. Muchos vecinos acudían al mercado fijando su vista en esas puertas abiertas que guardaban un interior de recogimiento y oración. Era un centro religioso muy frecuentado, sus misas congregaban bastantes fieles y las visitas a la iglesia, constantes. Y era parte viva de nuestra ciudad. Ahora permanece cerrado y es fácil deducir, incluso para los que nos visitan, que esas puertas llevan mucho tiempo sin abrirse. Y que el futuro no va a ser nada generoso con estos conventos si no se les da un fin que tenga algún beneficio económico.
Poco a poco se va instalando la decadencia en su fachada, los excrementos de palomos salpican su acera dando a entender que ahora son los únicos dueños del edificio. Huele a ausencias sin retorno y añoranzas de otros tiempos donde sus inquilinas se podían contar por docenas.
No están desmoronados sus muros como decía el poeta Quevedo de la Patria. Están cansados de no tener vida, de sentir que ya no tienen ninguna utilidad. Las miradas no se posan, si lo hacen es posible que lleven tras de sí un comentario desfavorable. Y hay que andar pendiente si caminamos cerca por ese palomar que se ha instalado en su tejado, y cualquiera de las aves nos pueda dejar un recuerdo sucio y maloliente.
El tejado anda revuelto. No es difícil averiguar si con el paso del tiempo sus tejas se convertirán en amenazas para los transeúntes. Palomas revolotean en esa propiedad que ha hecho suya, se cobijan en la noche sin sentir el aspaviento de nadie. Se crecen al amparo del abandono y refugian en su techumbre con total libertad. También son osadas e invitan con surques a otras para demostrar que poseen un espacio amplio y privilegiado. Dieciocho años después y el sentimiento que generó la despedida de las monjas, también se ha ido desmoronando.