En principio podría parecer el título de un cuadro, pero no es así. La mujer en cuestión es de carne y hueso y no muestra en rostro, piernas, brazos o torso, rastro alguno de pincelada de óleo, acuarela o trazo de carboncillo.
Tal vez venga de una ciudad cosmopolita del interior. A falta de nombre la llamaremos madre, hija, abuela, hermana prima, amiga vecina… Hablar desde la órbita de lo que abarca la mirada quiero. Tienen los días de agosto sus protagonistas deportada y sus batallas de agua y un recuerdo no lejano del solsticio de verano.
Esa mujer alquila dos hamacas y una sombrilla en un chiringuito cercano a los espacios que habito. Nada está definido en estos dominios veraniegos que, al día de hoy, visten mascarilla y se levantan temprano para respirar en la orilla de las olas. La mujer lleva a cabo un ritual extremadamente pulcro.
En una de las hamacas pone una toalla y en la otra la cesta de mimbre llena, por usa la imaginación, de cremas con protección solar, botella de agua, móvil, blusa colorista y algo para picar. Esta mujer desconocida responde de vez en cuando a la llamada de los sueños y sueña con ojos cerrado siempre, de lado, con el brazo bajo la toalla que ha recogido cual almohada sobre la colchoneta que resiste los temporales de la vida como si tal cosa. Desertada la compañía, escoge siempre la soledad de la esquina de este sembrado de arena cubierto de hamacas.
Cuando siente que el sol ha hecho su trabajo, se muda con indolente, movimientos a la otra hamaca y comienza de nuevo el ritual. De vez en cuando se sumerge en las aguas saladas que aunque se levanten en oleaje no le son adversas. Bandera roja o verde no la disuaden de ello, pero siempre vuelve a su pequeña isla, a su hamaca y nunca olvida de qué lado tiene que seguir soñando.