Contar el fluir del viento, el gorgoteo de la sangre de una herida mortal, la emoción acuosa de un mar de lágrimas, el tallado de los personajes, el colorido del amor o del odio, el sonido escrito de las balas del pistolero, contar cuando el cine se convierte en novela o la novela se hace cine o el teatro de Shakespeare se trasmuta en celuloide de discurso en sentencias declamadas por actores que leen lo escrito, memorizan y actúan.
Letras escritas, palabras selladas, frases que se convierten en ira, en voces, en destellos de luz, en fugas de cárceles, en atracos perfectos, muertes prematuras, besos eternos, mares de hierba, excéntricas miradas, en entresijos del miedo, en tóxicas relaciones, realidades o ficciones. Cuerpos esbeltos o rechonchas barrigas… Palabras que narran, armas estéticas y políticas que pueden convertirse en realidad y esa realidad ante la cámara puede ser el caos. Sentido del humor sin una pizca de sentido del ridículo y censura.
En 34 centímetros de altura y 3,85 kilogramos de peso se muestra un caballero desnudo que sostiene una espada sobre un rollo de película de cinco radios, las cinco ramas originales de la Academia de Cine: Escritores, productores, actores, directores y técnicos. La estatuilla en cuestión se llama Oscar.
En esta edición, unos se han ido de vacío, como el Rey Midas de Hollywood, Steven Spielberg o Ángela Bassett que es una pantera negra extraordinaria. El cine es un amor que rara veces traiciona. Vivir otras vidas, sentir otros lugares, tocar otras texturas emocionales, soñar otros sueños, crear mil universos ¿quién se resiste a esto? Entrañable el abrazo de Harrison Ford y Ke Huy Quan, o lo que es lo mismo Indi y Tapón 40 años después.
Ya ven, una amalgama extraordinaria, de ahí que “Todo a la vez en todas partes”, la película ganadora, llame la atención de los que esperamos ver la mejor cinta de nuestra vida. Aunque personalmente yo se lo voy a poner muy difícil a este metaverso, pero nunca es tarde para descubrir nuevos caminos, otras ideas, otra manera de contar.