Así llamó Rilke a Toledo (visto con los ojos del Greco), y más si cabe a Ronda y a su cielo serrano. Ambos escenarios parecían tan a propósito para calmar su inquietud espiritual, que le hacen exclamar: “La queja se agarra a España como a su salvación”. Quiere esto decir que aquí (no ya en la Europa descreída), aún se podía elevar una plegaria.
De eso hace ya un siglo. Se pregunta uno qué hubiera dicho de esos dos o tres pueblecitos de la Axarquía que aún conservan su minarete y sus callejuelas moriscas. En ellos reina un silencio tal, que los pocos guiris que allí habitan se mueven con una unción que se diría están de retiro. Y, así es: semejan figuras de un belén, tal es el candor que desprende ese caserío blanco al pie de la alta sierra.
Porque la fe surgida de ese “estrato primigenio” (Rilke) parece dotada de una tal profética espontaneidad en el trato con Dios que, en comparación con ella, el recurso a Cristo es –dice el poeta–, como marcar un teléfono y que no te hablen. Coincide con aquella llamada espantosa de Alfonso Canales en su libro Aminadab: “¡Cristo, Cristo! y nada // trenes sólo y afuera”. Los “trenes” (la modernidad), ¿un escenario sin Dios?
La ternura y la simpatía emanada de esos pueblecitos –y de estos belenes–, nos muestran una evidencia: Que “el mono” místico de estar con Dios nos es más afín (¡dos mil años después!) que la novedad evangélica del “Dios con nosotros”. Cristo no es un paisaje, desde luego; ni siquiera bíblico, pero: ¿Es profético?