Hay palabras que perforan la oscuridad, huyen de las sombras y se alejan por un camino de luz que no encuentras en ningún navegador. De nuevo ante los acantilados de Dover. Túneles tras las hermosas rocas cortadas en erosión romántica. Cuevas y túneles. Misteriosos escondrijos que se erosionaban con el tiempo pero que cuando recuerdan su cometido se rehacen como las rocas que son. Una zahorí se acerca a buscar restos de vidas, objetos empañados en sal y arena en recuerdos furtivos de regalos de amor o de desencuentros. Cadenas rotas de metales preciosos, monedas pequeñas de aleación imposible, brillos engañosos entre los dedos expertos de la buscadora de tesoros. Las cuevas se sumergen también en aquel juego de anchos horizontes y escasos premios.
El verano se acerca y allí en donde la arena se transforma en acera, en escalones mudos de cemento, en paseo marítimo de altas farolas, se oye un ruido ensordecedor de sirenas policiales. La noche se echa encima perdiendo el norte de su identidad. Los relojes acusan el cambio y se niegan a decir la hora. Todo se revuelve sobre los heridos de bala, cinco en total, cinco balas vociferando a los buenos y a los malos. Los hacedores de reyertas han corrido sobre esa acera llena de chiringuitos, restaurantes de sol y sombra y helados que se deshacen antes de ser ellos mismos. Sillas volcadas. Sirenas y voces. Gente que grita sin darse cuenta de que aquello es real, que han pasado a ser los actores secundarios en un ajuste de cuentas entre familia. Sonidos metálicos que irrumpen en una escena que minutos antes era tranquila casi de foto fija. La noche estival se ha roto y con ella el hechizo furtivo de la seda del silencio.
Las puertas de embarque a los sueños han sido cerradas de golpe. Habrá que esperar el próximo vuelo del amanecer.