En época de Carnaval es muy popular decirle a los demás que con ponernos una gomilla de oreja a oreja ya vamos disfrazados. Sin embargo esta broma es mucho más profunda y más certera de lo que parece porque ¿quién de nosotros no tiene puesta una máscara de cara a los demás? Actuamos como se espera de nosotros, atendemos responsabilidades, damos respuesta a exigencias y mandatos, pero debajo de ese semblante que ofrecemos a los demás, ¿qué hay?
Por nuestra conciencia se suceden miedos, dudas, complejos, dolor, recuerdos, frustración y un sinfín de experiencias que posiblemente nada tienen que ver con la imagen que ofrecemos a los demás. Y no digamos ya a través de las redes sociales y el mundo ideal creado sobre esos cimientos que alimentan la insatisfacción continua del observador y el vacío del protagonista que necesita de ellas para sentirse importante.
Tras esa mirada indiferente puede haber mucho miedo, tras la de altivez indiferencia y la frialdad puede ser el puro reflejo del dolor. Nos empeñamos en no expresar emociones porque creemos que esto delata nuestra debilidad y nos hace vulnerables pero caemos con ello en la trampa de darles salida de forma inadecuada, haciéndonos daño a nosotros mismos. Las adicciones y conductas de riesgo llevan implícita una errónea gestión de emociones, ya que es la forma equivocada de buscar alivio al malestar que producen.
En estos tiempos en los que las interacciones sociales se realizan virtualmente, escasea la claridad y honestidad a la hora de hablar de cómo nos sentimos y lo que necesitamos de los demás, pero es sin duda la elección que nos aportará mayor bienestar aunque produzca el distanciamiento de la otra persona. Así de camino no sólo nos quitamos nuestra máscara sino que también caen las de los demás.