Al decir del autor que comentábamos, los antepasados que hace cinco mil años levantaron los dólmenes eran semejantes a nosotros en este punto: en su «habilidad para ordenar el espacio y controlar el tiempo».
Será verdad, pero a uno le parece que poner en plano de igualdad espacio y tiempo –como logros del control humano–, crea un equívoco, pues sabemos que, salvadas las distancias, orden y control territorial existen ya en sociedades animales. El cómputo del tiempo, en cambio, supone tal salto cualitativo por encima de la condición animal, que hace del hombre el amo del cotarro o, dicho con la precisión del autor «el protagonista del discurso». Le permite ser sujeto y testigo del devenir propio y de las cosas; en definitiva: ser.
Pero esta verdad oculta otro error: el consistente en creer que «ser» en el tiempo, excluye toda posibilidad de «estar» en el Tiempo… y descansar allí de vez en cuando. Pues, aunque esto pueda parecer lo más abstracto, es ese Tiempo –con mayúsculas– el que anda buscando quien está harto de ejercer todo el santo día de sujeto o testigo del tiempo fraccionario y su inevitable cortejo de tonterías. Sólo quien ha llegado a estar lo bastante harto de ocupar el tiempo intentando en vano «matarlo», puede tener la pretensión de «okupar» el Tiempo y alojarse allí.
Si hasta el mismo Newton pensaba el tiempo ilimitado como lugar de la eternidad divina, es difícil creer que en la edad de bronce había ya tal ruptura entre tiempo y Eternidad como en el día de hoy, en el que por creer tales cosas te llaman loco.
Pero, loco o cuerdo, antiguo o moderno, el hombre ha tenido siempre la posibilidad de darle tiempo… al Tiempo de lo sagrado. Con una breve oración repetida mil veces como mantra ha podido desconectar a ratos de la vaciedad del instante, para hacerse inquilino provisional del Tiempo y coetáneo del Eterno. Es como poner el piloto automático: que por una vez sea otro el «sujeto del discurso». El «Otro».