Andamos por casa limpiando, pintando, ordenando y recordando como cuando de vez en cuando. Entre tanto ir y venir me encontré con unas películas super 8 de nuestra infancia, las cuales desvelaron esos recuerdos entrañables. Era verano, no había viajes ni terrazas, ni el ocio ansiado de hoy. Estábamos en casa los de siempre: mi padre, mi madre y mis hermanos. Esa noche era especial: tocaba sesión de cine.
Todos recordamos el Ideal Cinema, el Cine San Pedro o el recientemente Cine Torcal. Pero estoy seguro que más de uno ha tenido su propio y particular cine en casa. El pequeño de la casa escribía el nombre de nuestra calle como si fuera el rótulo de la sala. Mi madre ultimaba la cena y mi padre preparaba todo lo que su imaginación podía compartir para que pudiéramos pasar una noche inolvidable.
Llegaba la hora del estreno, se apagan las luces en el salón y se encendía una máquina que desprendía una luz blanca intensa y dicho sea de paso, mucho calor. De repente, la pared negra se convertía en blanca y ésta se movía como si alguien dibujara en ella unas pinceladas. Y era cuando empezaba a proyectarse la imagen y nuestra emoción nos sobrecogía. Era como el cine, pero no había sonido. En eso que sin saber cómo, aparecía la magia del séptimo arte en casa.
Años después cuando el pequeño era otro, descubrimos el secreto. No olvidaré la película Cenicienta, en la que mi hermano pequeño se ponía el primero y admiraba la gran pantalla. Mientras, mi padre aguardaba en la mesa con cristal, una serie de objetos con los que conseguía poner voz y sonido a la historia. Desde las cáscaras de coco que hacían de herraduras de caballo al acelerar su ritmo la carroza de Cenicienta hasta que ponía voz al hada madrina. Sí, el Ángel Guerrero que todos recordamos, se atrevía a cantar y hablar como ella. Era uno de sus personajes favoritos de Disney. Lo sigue siendo.
Cuando más interesante estaba, se interrumpía la proyección y encendíamos las luces del salón. ¿Qué había pasado? Mi hermana se había quedado dormida, mi hermano buscaba otro trozo de tortilla de mi madre; y mi padre cambiaba el rollo de la película. Y en un abrir y cerrar de ojos, de nuevo se apagaban las luces y continuaba la filmación. Y así hasta que aparecía la palabra “fin”.
Sin tener fuerzas, nuestro padre, nuestro héroe, nos cogía en brazos y nuestra madre se encargaba de taparnos y darnos el último beso antes de acostarse. Hoy, años después, recordamos esos momentos y sentimos que nos hacemos mayores, o mejor, que estamos cogiendo el relevo. Hemos viajado al pasado para mostrar a la pequeña de la casa cómo se vive el cine en casa. Ese proyector que vino en pandemia, enchufado a un portátil y un altavoz, toman el relevo.
Las palomitas y los gusanitos cogen el sitio de la tortilla de papas de la abuela, los sillones se mueven y la oscuridad da paso al cine como si fueran nuestros años de infancia. Toca buscar nuevas películas, ahora el padre no da opción tras encontrar en super 8 dos clásicos: empezando por “Una Nueva Esperanza” y continuando con el “Imperio Contraataca” de las Guerras de las Galaxias (como se conocían antes). Y esta vez no fue el cambio del rollo, sino el sueño de la pequeña, se quedó dormida, soñando viendo la película como si estuviera en el cine. No importa que faltaran dos minutos para la célebre frase de “Yo soy tu padre”. No sé cuándo podremos poner de nuevo la pantalla, pero lo que sí estoy seguro es que pronto podré aumentar la leyenda, sentirle y susurrarle de nuevo: “Yo soy tu padre”. ¡Gracias por tanto!