21 Marzo, Día Mundial de la Poesía
La chica, sentada allí en el bordillo que rodeaba la pared minimalista del edificio, permanecía quieta, casi veinte minutos, los mismos que yo llevaba esperando a mi pareja en la cafetería de enfrente. A través de los grandes ventanales del café en donde me encontraba y por los que entraba la luz a raudales, la observaba.
Ella era como un verso suelto en un espacio reducido de la ciudad, estaba a merced de una rima de Bécquer, y su único soneto inmerso en ellas, o como una estrofa de la escuela siciliana liderada por Giancomo de Lentini. Ella era tal vez la ruptura antagónica del mar y el cielo, del asfalto empedrado y el fondo verde de los jardines. Recogidas sus manos bajo las rodillas en aquella flexión indulgente enfundada en unos jeans desgastados, que más que rimas asonantes, guardaban los últimos suspiros de un alma solitaria. Parecía que la poesía no iba con ella pero quién sabe. En la calle peatonal la gente se afanaba en entrar y salir de las tiendas como si en ello les fuera la vida.
En unos instantes la tarde se fue transformando en atardecer rojizo y azulado. La chica del verso libre, sacó de su bolsillo un móvil y habló unos instantes mientras se incorporaba a la multitud mirando a derecha e izquierda y gesticulando a saber que rimas cadenciosas. De pronto echo a correr entre la gente hasta llegar al filo de la avenida, allí estaba él, enfundado en su traje de motorista. Se puso el casco que él le tendía, se subió la cremallera de la cazadora y se abrazó a su espalda con una sonrisa feliz más imaginada que real.
Mi café perfecto, un mitad que quitaba el hipo. Saqué del bolso aquel libro pequeño de poemas por los que el tiempo no pasa. Abrí la primera página y leí la primera palabra: ¡Vive, ama! Y en aquel instante sentí una mano cálida en mi hombro y compartí con ella tan bello mensaje.
