Jesús nos dice hoy que hay que orar con perseverancia. Y lo hace con la parábola del juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, pero a quien una pobre viuda solía decirle con insistencia: “hazme justicia frente a mi adversario”. Y, al fin, consiguió lo que pedía.
Y Jesús nos ha subrayado con la parábola que la pobre viuda que ella sabía pedir con perseverancia. Enseñanza que hace que nos preguntemos: ¿nosotros sabemos orar con perseverancia?
El verbo orar procede de la voz latina orare, que significa hablar, por lo que oramos con nuestras palabras, por medio de ellas nos comunicamos con nosotros, con los demás y con Dios.
Al orar, nos dirigimos a Dios. Y Santa Teresa viene en nuestra ayuda y nos recuerda que orar es “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”.
Y la Santa dice más, pues afirma que para hablar con Dios no se necesitan palabras rebuscadas, ni elegantes razonamientos, sino hablar al corazón del Señor, con humildad y sencillez. Hablarle como a un amigo, porque la relación con Dios “no está en pensar mucho, sino en amar mucho”. Así que la oración nos lleva a fomentar su amorosa compañía.
Pero para que la oración sea verdadera, no ha de olvidar que el Señor ama siempre como Dios… Y que ante él nos presentamos desde nuestra pequeñez.
Y que cuando así oramos, predisponemos el alma para que el Espíritu Santo actúe y nos lleve al encuentro con Jesucristo. Con Dios en Jesús quien trata con nosotros y se produce el encuentro y, entonces, a pesar de nuestra pequeñez, nos vemos ante él.
Todo el que vive la oración se le ensancha el alma, se le llena de gozo y acepta con alegría que Jesucristo sea la fuente de su amor y presencia de Dios. Por ello, dice la Santa: “pidámosle confiadamente su luz, que Él no se niega a nadie”.
Estos domingos hemos recordado que la fe brota del encuentro con el Señor. Hoy se nos dice que el encuentro se alcanza y sostiene con la oración. Sin oración, imposible el encuentro. Cuando ella falta, puede sucedernos lo que a aquel pueblo que había recibido la correspondencia de uno de sus habitantes que partió hacia el Amazonas. En ella describía unas selvas maravillosas, llenas de multitud de aves, con paisajes infinitos y la sencillez de sus habitantes. La descripción de tanta belleza cautivó de tal modo a sus antiguos vecinos que imprimieron las cartas, las comentaban y se los sabían de memoria, pero cometieron un error, pensaron que con leer aquellos textos, ya habían estado en el amazonas.
Algo de esto puede ocurrirnos: escuchamos la Palabra de Dios, la tenemos impresa y la leemos, pero no nos abrimos a quien en ella habita. Para visitar el amazonas de Dios hay que ponerse a su escucha, hay que dejar que nos hable desde su Palabra, hay que acogerla y amar a quien en ella se muestra y hay que invocar al Espíritu Santo, para que nos de ese don que nos lleva a saber y gustar el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.
La eucaristía que celebramos es nuestra gran oración. Cada domingo venimos al encuentro primordial con el Señor. Por eso, preguntémonos: ¿Cómo vivo mis eucaristías? ¿Cómo me preparo para para mejor vivirlas?
Por desgracia, para muchos cristianos, la oración ha pasado a ser la pobre de la casa. Tenemos tiempo para todo, menos para la oración.