Continuamos poco a poco avanzando por nuestra peregrinación cuaresmal, y hoy llegamos al domingo “Laetare”, al cuarto domingo de este tiempo de Cuaresma. En este día, y antes de adentrarnos en la celebración de la Semana Santa, la Iglesia nos invita a contemplar la misericordia del Señor, el ver, nunca mejor dicho, que su luz nos alumbra en medio de todas las oscuridades de la vida.
Y el evangelio de este día nos ofrece una de las enseñanzas que dan sentido a toda fe. Juan lo hace con brevedad, pues un par de versículos le sobran para explicitarlo dentro de la interesante conversación de Jesús con Nicodemo, aquel maestro judío, miembro del Sanedrín: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Juan 3, 16-17).
Estos versículos pertenecen a la reflexión del evangelista cuando profundiza en la novedad de la vida nueva que nace de Jesucristo desde el nuevo nacimiento del bautismo. Es un verdadero alumbramiento que deja atrás para siempre las tinieblas que oscurecían la vida del hombre viejo.
Y sabemos que detrás de esos versículos está una de las ideas más felices de toda la teología cristiana: Dios ha hecho al mundo su mayor don, ha enviado a su Hijo a compartir nuestra Historia. Historia con mayúsculas, pues para nosotros, los cristianos, su venida supone un antes y un después. Y en minúsculas, pues lo ha hecho en todo semejante a nosotros, menos en el pecado, lo que le ha hecho recorrer todo su camino de descenso en su humanidad, completando su kénosis.
Algo que Él hace por el gran amor que nos tiene a todos. En su sueño de volver a hacer realidad en el mundo su reino de amor, nos quiso tanto que nos envió a su propio Hijo para que su amor nos ayudara a superar todas nuestras infidelidades y pecados. Además, lo hizo, no buscando juzgar o condenar a la humanidad, sino que su objetivo era salvar lo que estaba perdido. Ésa es la razón profunda de por qué Dios se ha encarnado: porque ama este mundo, porque nos ama con locura a todos y cada uno de nosotros, por el amor que tiene a la gran familia de la humanidad.
Pero ante esto caben, de entrada, dos actitudes: o nos llenamos de miedo, seguimos viviendo en la oscuridad, pues parece que preferimos las tinieblas del miedo y el error a la luz de la nueva vida de Cristo.
O apostamos por vivir plenamente en esa luz que Dios nos da. La cruz sobre el Calvario es el signo que nos debe ayudar a tomar esa decisión, la más importante de nuestra vida, la de hacer realidad la misión de Jesucristo: que ninguno de los que su Padre le había encargado se perdiera. Solo, quien desde su libertad renuncia a hacer las obras que nacen de la Buena Noticia, se condena por sus decisiones, no porque Dios lo quiera. No deberíamos olvidarnos nunca de este hecho.
Ésa es nuestra responsabilidad. No da igual lo que hagamos. Nuestra obligación como cristianos es de ser fieles a nuestra vocación, a hacer vida aquello que Dios soñó para nuestra existencia. Por eso, ahora que entramos en la recta final de la Cuaresma, esa llamada a cambiar de vida, se convierte casi en una súplica por parte de quien nos amó y se entregó por nosotros.
¿Nos lo tomaremos en serio, pondremos nuestra vida a la luz de la Cruz, para quitar todo lo que es digno de nuestro ser cristianos?
Hermosa tarea para terminar de preparar la próxima Semana Santa, la Pascua que poco a poco va llegando. Feliz domingo y que Dios os bendiga.