Posiblemente si alguien nos habla de las Bienaventuranzas, todos tenemos en nuestra mente la imagen de Jesús en el monte enseñando a todo el que quería escucharlo. Incluso si hemos tenido la suerte de visitar Tierra Santa, lo situaremos en el pequeño monte junto al Mar de Galilea, con la imagen del lugar donde la tradición ha situado siempre esta importante enseñanza.
Aunque la versión más conocida es la que ofrece Mateo, con esas ocho bienaventuranzas que describen el corazón del Reino de Dios, en el texto que aquí se nos presenta, Lucas va a realizar una variación importante: nos ofrece cuatro bienaventuranzas en contraposición con cuatro denuncias proféticas de actitudes que nos apartan del amor de Dios. De esta manera vemos que se presentan al mismo tiempo la bendición de las personas que viven para Dios junto a la condena de quienes, pagados de sí mismos, no son capaces de mirar más allá de sus preocupaciones “mundanas”, de sus ombligos.
Frente a esa actitud la invitación que recibimos los cristianos es la de poner la vida en la clave que la Palabra de Dios nos ofrece. Porque la oferta está clara. Ser felices, ser bienaventurados es hacer vida todo lo que esta palabra nos ofrece. Y no caigamos en la tentación de decir que estas injusticias son solo una cuestión del más allá. ¿Es que los pobres, los hambrientos son una realidad del cielo, o más bien, son hermanos nuestros, con los que compartimos ser parte de la gran familia de la Humanidad?
Esa realidad tan humana del dolor y el sufrimiento es la que llena de sentido la segunda parte del texto de hoy. Estas personas golpeadas por ese sufrimiento «no nacen de los árboles». Son hermanos y hermanas concretos. Y en muchas ocasiones, los responsables de dichas injusticias, los culpables, tienen nombre y apellidos.
Por eso, el reto será preguntarnos por nuestra responsabilidad, si nosotros y nuestras actitudes nos alejan de Dios y de esos hermanos. O por el contrario somos parte de aquel pueblo que busca ser fiel a Dios. La respuesta que obtengamos debe ser la clave de nuestra actuación, si queremos llamarnos cristianos.
No nos puede dar igual lo que les ocurra nuestros hermanos, no podemos permitirnos el lujo de mirar hacia otro lado. Es la tentación, el «camino fácil», pero es un camino que a la larga nos aleja de Dios porque nos olvidamos del hermano y de sus necesidades.
Si en el examen de amor que decía Juan de la Cruz que nos espera al final de los días, queremos escuchar de labios del Maestro ese mismo «dichosos» que hoy le dice a quienes no lo están pasando bien, tendremos que ponernos manos a la obra. Muchas veces nuestras manos se quedan demasiado limpias, no hemos sido capaces de ensuciárnoslas para ayudar a los demás. Un lujo que los seguidores de Jesús no podemos permitirnos, pues Él sí que se ensució todo lo que hizo falta en su entrega de amor en la cruz.
No quisiera terminar estas palabras sin hacerme eco del fragmento de la primera carta a los Corintios que este domingo es la segunda lectura de la misa. Todo lo anteriormente dicho se concreta en el anuncio esperanzado que la iglesia hace de la nueva vida en Cristo, de la que participamos todos los cristianos durante nuestra existencia. Y de un modo privilegiado y real nuestros seres queridos cuando parten de nuestro lado y van al encuentro del Buen Padre Dios. Muchos hermanos viven solo de “tejas para abajo”.
Pero los que creemos que Cristo es el Señor hemos experimentado en nuestra vida que la promesa que Dios nos hizo en el bautismo de ser hijos suyos para siempre es una realidad para todos los que en Él hemos puesto nuestra confianza. Él es primicia de los que han muerto. Y a él le confiamos todos nuestros hermanos difuntos, para que vivan en plenitud esa vida nueva. Feliz y santo fin de semana.
