Dice el refrán castellano que nadie es profeta en su tierra. Ni siquiera el Señor. Estos pasados domingos hemos visto cómo Jesucristo realizó muchos milagros a lo largo y ancho del inicio de su ministerio en torno al mar de Galilea, pero en su tierra, en Nazaret, no pudo realizar ninguno.
Él dice qué es debido a la falta de fe de sus paisanos. Y seguramente tenga mucha razón. Para los vecinos de Nazaret, Jesús sigue siendo el hijo del carpintero y de su mujer, María, el niño que jugaba por las calles de aquella aldea con sus hijos, el que en la sinagoga aprendió a leer recitando los salmos de David.
A su vuelta ahora como famoso maestro, le precede su fama como predicador, como hombre de Dios. Y hace que sus vecinos esperen que realice muchos milagros allí donde se había criado. Pero nada más lejos de la realidad, pues a los nazarenos le falta el elemento más importante, la fe. Ellos no pueden creer que Jesús realice todo aquello que dicen.
Este hecho nos lleva a recordar un hecho importante: la presencia del profeta es siempre incómoda, pues el hombre o la mujer de Dios es una denuncia constante con su vida, con todo lo que hace o dice. Especialmente para todos aquellos que presumen de que todo lo hacen bien, y sin embargo su vida deja mucho que desear. Pasaba entonces y sigue pasando ahora.
Los vecinos de Jesús se consideraban creyentes, pero se limitaban a creer en lo de siempre y a vivir como siempre. Eso le llevó a Jesús a citar un proverbio popular: “No desprecian a un profeta más que en su tierra”.
Esta frase encierra una experiencia universal: con demasiada frecuencia catalogamos a nuestros vecinos solo por un gesto o por una acción concreta. Al conocerlos bien, no esperamos de ellos nada que pueda suponer una verdadera novedad, el ser capaz de dar una enseñanza de sabiduría.
“No desprecian a un profeta más que en su tierra”. El profeta no lo es solo porque parece prever el futuro. El profeta está llamado a anunciar unas virtudes y a denunciar los vicios opuestos a los mandatos de Dios y de su amor. Pero eso se rechaza en una cultura marcada por el relativismo o porque yo soy la medida de todas las cosas y decisiones que afectan a mi vida.
“No desprecian a un profeta más que en su tierra”. Claro que para poder “anunciar” con verdad y “denunciar” con credibilidad, el profeta ha de “renunciar” a sus intereses y comodidades, desde una vida coherente. Pero las gentes rechazan a quien se empeña en remar “contra corriente”, su vida nos denuncia, nos deja en evidencia. Se convierten, muchas veces, en un espejo ara nuestras miserias.
Aunque esto ha ocurrido siempre con todas las personas que viven para Dios. Por ejemplo, entre los primeros testigos Jesucristo y de la misericordia de Dios que vino a traer al mundo, encontramos la figura de Pablo de Tarso.
Es el gran evangelizador de los gentiles, es quien se pone en marcha para llenar el imperio Romano con el anuncio de la buena noticia. Pero no es oro todo lo que reluce en la vida de este gran apóstol. Él es consciente de su debilidad, fruto del pecado y de su condición humana.
A su petición de que Dios le quite esa espina del pecado, recibe una hermosa promesa: mi gracia te basta, la fuerza se realiza en la debilidad. Es la base de la débil coherencia a la que debemos aspirar en nuestra vida.
Para los creyentes todo lo que tenemos y vivimos es un don, un regalo que Dios nos hace. Ojalá que abramos nuestra existencia a ese don. Será una bendición para nosotros y para todos los que nos rodean. Feliz y santo domingo.