viernes 22 agosto 2025
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Domingo XXIV Ordinario, Ciclo C, Misericordia y Perdón

· Primera lectura: Ex. 32, 7-111-13-14. “El Señor se arrepintió de la amenaza”
· Salmo responsorial: Salmo 50 12-13, 17-19. “Me pondré en camino… hacia mi Padre”.
· Segunda lectura: I Tim. 1, 12-17. “Jesús vino al mundo para salvar”.
· Evangelio: Lc 15, 1-32. “Su padre lo vio de lejos y se conmovió”.

Uno de los pilares que configuran el talante, la personalidad y la enseñanza central de nuestro Papa Francisco es su capacidad de transmitir el mensaje evangélico de la misericordia y del perdón con sencillez, llaneza, atrevimiento, solidez y convicción, de forma directa y sin concesiones. Y ése es el mensaje central de las lecturas de este domingo.
 
El pecado humano es una siniestra realidad omnipresente en la vida humana desde que el hombre es hombre. La raíz y esencia del pecado es la soberbia y el orgullo de creerse dios, de saberse omnipotente, con derecho a pisotear el derecho a ser personas de los demás, de apoderarse de sus bienes, de creerse impune, de saberse eternamente vencedor frente al llanto y el sufrimiento derrotado de los demás. 
 
En lo más profundo de la perversidad del ser humano nacen las guerras con sus secuelas de violencia, sufrimiento, llantos infinitos y destrucción de muchas vidas inocentes, sean en campos de batallas, o en campos de concentración, o mediantes otras formas refinadas de exterminio. De una forma y otra, con unos medios eficazmente destructivos siempre se ha sembrado muerte, violencia, odio, rencor, revanchismo y venganza a través de la historia.
Y es que el ser humano está permanentemente tentado para caer en la seductora red del pecado.
 
Yo, tú, él, el de más allá, ninguno puede creerse inmune a los cantos de sirenas envenenados ofertados en muchos ámbitos de nuestra sociedad actual, como la adoración idolátrica de actitudes y comportamientos inasumibles. De la misma forma que el pueblo israelita, tenemos el peligro de convertirnos en personas de dura cerviz, y repetir una y otra vez los lamentables y trágicos episodios generadores de sufrimiento y destrucción de otras épocas.
 
Pero por encima y más allá de esta dramática realidad emerge la voluntad misericordiosa de Dios que suplica un cambio, un nuevo talante, una nueva realidad nacida a partir de su misericordia y su perdón, siempre que como el salmista, arrepentidos de nuestro pecado, estemos dispuestos a transformar nuestro corazón corrompido en un corazón puro, nuevo, renovado, evangélico.
De la misma forma que le sucedió al antiguo perseguidor Pablo, e igualmente al hijo pródigo, el Señor nos abre las manos de Padre, para, conmovido por la actitud de arrepentimiento del hijo pecador, estrecharnos en sus brazos amorosos, concedernos su fuerza y su gracia, y purificarnos para caminar por un camino de renovación y conversión.
 
Por eso el Señor nos invita, como al pueblo de Israel, a Pablo, y al hijo pródigo, a volver a casa, a ponernos en camino de vuelta. Lo cual significa conversión, arrepentimiento, acercamiento, reconciliación; gestos como acercarse ocasionalmente a una iglesia, musitar una oración, una actitud de perdón, o la compasión para con el que sufre, la ayuda y acompañamiento al hermano necesitado, en clave de arrepentimiento y conversión, preparan eficazmente el terreno para el retorno al Padre; como con el hijo pródigo, el corazón misericordioso del Padre, henchido de ternura, inconmensurable en bondad y perdón, se conmueve; su corazón vibra en lo más profundo de su ser, llora de alegría, abre sus brazos, y aprieta contra su corazón al pecador arrepentido en un abrazo deliciosamente interminable. Ese es el Dios, nuestro Padre/Madre, el Dios de Jesús que espera y perdona, llama y acoge. Siempre, incluso al más pervertido.
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