· Primera lectura:
SAb., 6, 12-16. “La sabiduría… quien
la busca la encuentra”
· Salmo responsorial:
Salmo 62: “Mi alma está sedienta de Ti”.
· Segunda lectura:
ITs: 4, 13-18. “Jesús, muerto y resucitado”, nuestra sabiduría.
· Evangelio: Mt 25, 1-13: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
Frecuentemente los criterios de Dios no coinciden con los criterios del hombre; ni la sabiduría divina con la humana; ni los valores evangélicos con los valores de la moda. Eso es así. Entre ambas se interpone la libertad humana en su esfuerzo sincero por buscar y afianzar su comunión con Dios, o en su testaruda tenacidad en negarle.
¿Quién es, a los ojos humanos, el más listo, el más inteligente, el más sabio? ¿El científico que conoce los resortes y las claves del funcionamiento del universo, de la medicina, de la economía, de la política, del devenir humano? ¿Es el más inteligente el deportista famoso, el artista en su capacidad creatividad desbordante, y el político en su estrategia social dictada por las encuestas? ¿Existe otra clase de sabiduría que se centra en valores decisivos y fundamentales para la existencia humana?
Las lecturas de hoy ofrecen una respuesta a estos interrogantes de carácter existencial, de sentido globalizante, que marca un futuro humano consistente del horizonte hacia el cual inexorablemente caminamos. La sabiduría cristiana, según la primera lectura, es radiante, fácil de encontrar para los que la buscan; y el salmo responsorial afirma que el espíritu humano está sediento de Dios, como tierra reseca, agostada, sin agua. ¡Estas frases, y lo que ellas contienen, parecen cosa de risa, en ambientes de ámbito cuasi universal! ¿Nuestras sociedades desarrolladas, de larga tradición cristiana, busca la sabiduría evangélica? ¿Está sedienta de Dios? ¡Más bien parece frecuentemente lo contrario!
Porque estar sediento de Dios conlleva la práctica de su búsqueda, las ganas y el deseo de encontrarse con Dios; revela una ansia profunda de encuentro con lo divino, de sentido vital a la luz del Evangelio, de vivir en profundidad el mensaje de Jesús, como es el amor a Dios y al prójimo en cuanto programa existencial fundamental del cristiano; y es que para que la fe sea de verdad, auténtica, tiene que ser parecida a la de las vírgenes sabias, con la lámpara de la fe siempre viva, encendida, vigilante, atenta a que no se apague por falta del aceite del esfuerzo personal y la gracia divina.
Pero mantener esta lámpara encendida y viva, no es nada fácil; existen muchas realidades –los valores mundanos y los diversos cantos de sirenas– que desvían la atención del momento presente; algo real y verificable con harta frecuencia, pues las exigencias evangélicas que conlleva el permanente esfuerzo de mantener viva la lámpara nos sobrepasa cuando confiamos siempre en nosotros, y no en Dios.
Nos parece imposible mantener siempre encendido un talante y un estilo que cobija el mensaje del amor, del perdón, de la misericordia, de la solidaridad, de la cercanía; nos resulta difícil vivir en paz con los demás; juzgamos inalcanzable el esfuerzo de vivir como hermanos; y nos despistamos demasiado en tantas cosas, en tantos anuncios de paraísos idílicos que la sociedad de hoy nos ofrece, que Dios desaparece de nuestra vida.
Para el que busca sinceramente a Dios y se esfuerza en ello, la espera del esposo que llega es, al mismo tiempo una invitación a seguir permaneciendo en la comunión con el Señor que viene; pero también una actitud de conversión constante en el camino personal hacia el Dios de la vida y de la sabiduría; una estilo de vida que, por fuerza, alcanza su plena resonancia en el amor divino traducido y verificado en el amor humano, un valor fundamental y decisivo en nuestra relación con Él.
padre Domingo Reyes, trinitario