Poco a poco hemos ido transitando por el camino de la Pascua. Y en su recta final, la liturgia dominical nos invita a celebrar las dos grandes fiestas que ponen fin a este tiempo glorioso. Con la celebración de la Ascensión del Señor hoy y la Pascua de Pentecostés el próximo domingo, culminaremos la celebración Pascual de la Iglesia.
Pues en esta penúltima parada de la Pascua, acompañamos al Señor y a los discípulos al Monte de los Olivos, al lugar desde donde Jesús vuelve a casa, desde donde sube junto al Padre. Podría parecer que nos deja y que corremos el peligro de perder a nuestro Salvador. A ojos de muchos, era el final del camino.
Pero nada más lejos de la realidad. El Señor vuelve ala casa del Padre, desde donde había salido, completando así su itinerario, su paso por la Humanidad. Y junto a eso, justo antes de su Ascensión gloriosa les deja el último encargo a sus discípulos: Id al mundo entero y anunciad la buena noticia.
Todo lo que habían visto y oído, todo lo que habían aprendido junto al Maestro, es ahora la enseñanza que ellos iban a llevar a todos los confines de la tierra. Y signo visible de ello será el bautismo, la puerta de entrada en la salvación que el Maestro nos ofrece para hacer de todos nosotros criaturas nuevas.
Al mismo tiempo, la fe en Jesús se muestra en una manera de vivir que humaniza este mundo. La fe se asoma en los signos que Jesús hacía por los caminos. Su presencia llenaba de vida y esperanza a quien se encontraba con él.
Por eso, nuestro tiempo necesita ver en nosotros los creyentes, esos signos de Dios. La vida y las acciones de los cristianos son las únicas páginas del Evangelio que hoy alcanzan a leer muchos de nuestros hermanos. Nuestros contemporáneos necesitan más nuestro compromiso de testigos que nuestras palabras y consejos como maestros.
La experiencia de la Resurrección había cambiado totalmente la vida de los discípulos. Pero será su subida al cielo la que cambie la vida de la Iglesia y para siempre. Desde el bautismo, puerta de entrada en la fe, todos los miembros de la Iglesia abrimos nuestra vida a la realidad de la vida plena que el Señor Jesús nos ofrece desde su Resurrección.
Y para que no haya dudas en nuestro corazón, el mismo garantiza con el sello de su amor, con su presencia lo que los cristianos hacemos en su nombre cada día.
Al igual que todas las acciones del Señor derramaban el amor de Dios y la salud, las obras milagrosas, los signos que acompañan la actuación de quienes han renacido del agua y del Espíritu Santo cómo criaturas nuevas, son testimonios del amor que Dios tiene por todos y cada una de las personas que formamos parte de la gran familia de la humanidad.
Son los frutos de la Pascua, el sentir que somos hombres y mujeres nuevos de la mano de aquel que ha vencido la muerte para siempre. Ojalá que nuestra vida transparente el amor de Dios para con nuestros hermanos. Igual nuestros signos y nuestros milagros no son hoy los que hemos leído en este Evangelio, pero su fruto, el vivir como personas renovadas por el amor de Dios y llenas de su Espíritu Santo, sigue siendo una realidad en medio de nuestro mundo.
Hermanos, hermanas, que el Señor nos bendiga con la fuerza de su amor, Y que nuestras vidas y la de todos los que nos rodean, se conviertan en hermosas páginas de la buena noticia. Con esa esperanza o deseo de corazón un feliz y santo Domingo de la Ascensión del Señor.