La meta de nuestra existencia: el encuentro definitivo con Dios
Hace unos días celebramos a todos los fieles difuntos. Recordábamos a personas que estuvieron con nosotros; a quienes quisimos mucho y que fueron importantes en la vida, pero que, al terminar su paso por este mundo, fueron llamadas a la presencia de Dios. Hoy solamente guardamos su recuerdo. Necesitamos tener presente que no somos eternos. Que tarde o temprano llegaremos al final de nuestra vida, por lo mismo, debemos irnos preparando para alcanzar la meta de nuestra existencia, que es el encuentro definitivo con Dios.
Estamos llegando al final del año litúrgico. Este final nos invita a pensar también en el fin de nuestra vida: así como el año se termina, también llegará el momento en el que nuestra vida se termine. Nuestra actitud ante la muerte jamás debe ser de miedo, de temor o desesperación porque sabemos que nuestra vida en este mundo no es eterna.
Jesús en el Evangelio nos propuso la parábola de las diez vírgenes. Cinco de ellas eran prudentes y cinco eran necias. Las actitudes de estas diez jóvenes nos traen a la memoria las actitudes que podemos tener ante la muerte.
Analicemos lo que nos dice la parábola. Primeramente, estas jóvenes habían sido invitadas a una boda. Al invitarlas se les había confiado el encargo de iluminar la sala del banquete con sus lámparas. Esa luz iba a alegrar la celebración.
Este primer punto nos recuerda nuestra vida. Nosotros hemos sido llamados al banquete de la vida que tendrá lugar en la Casa del Padre. Nuestro paso por esta vida es solamente un tiempo que se nos ha dado para ir adquiriendo lo que necesitamos para la fiesta de la eternidad. Así como para ir a una fiesta nos preparamos: nos lavamos, nos vestimos con las mejores galas y nos ponemos lo más presentables que podemos, de la misma manera en esta vida tenemos que irnos preparando para llegar al banquete de eterno. Se representa en la parábola por medio de las lámparas que debemos mantener encendidas.
En el Reino de la Luz no puede haber tinieblas. Por lo mismo, si somos tinieblas no podremos estar en donde reina la Luz. Ahora bien, la importancia de las lámparas es la misión que estas jóvenes iban a desempeñar en el banquete de bodas. Por eso lo más importante que tenían que hacer era tener listas sus lámparas. Esto nos hace pensar en nuestra vida.
Nosotros estamos llamados a vivir eternamente con Dios. Nuestro paso en este mundo consiste en prepararnos para poder gozar de su presencia. De nosotros depende nuestra salvación. El prepararnos para la eternidad es lo más importante que tenemos que hacer. Lo demás es algo secundario, porque a fin de cuentas todo lo que somos y tenemos lo hemos de dejar el día en el que Dios nos llame.
Como nos decía San Juan de la Cruz: “Al final de nuestros días solo se nos examinará en el amor…” solo el amor cuenta… De nada nos servirá todo lo que tengamos y las metas que hayamos alcanzado en esta vida si esto no nos sirve para alcanzar la vida eterna. En la parábola se nos presenta también el grupo de las jóvenes necias. Ellas, respondieron a la invitación que se les hizo, llevaron sus lámparas.
Pero se les olvidó lo más importante: llevar el aceite necesario. No pensaron en esto. Estuvieron entretenidas en otras cosas. Empezaron a distraerse y se durmieron. Cuando oyeron la voz que les decía que el novio ya estaba para llegar, tomaron sus lámparas y en ese momento se dieron cuenta de que no habían llevado aceite suficiente. Ya era demasiado tarde. Que nosotros permanezcamos alerta para que no nos ocurra lo mismo que a ellas. Que seamos luz para todos.
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