A veces escribo a cámara lenta, otras muy rápido, como empujada por un viento huracanado de esos que en las películas de miedo transitan por barcos fantasmas o se cuelan en los camarotes inundados de recuerdos de otros tiempos que yacen en los fondos marinos entre algas de fortuna acuosa.
Abro los ojos y me doy de bruces con un muro que no estaba. Tan cerca de mí que puedo tocarlo. Una pared de ladrillo que se aferra a unas hierbas enraizadas con vehemencia a una tapia con inmensos desconchones en medio de la cal blanca. Me alejo unos metros o unos pasos, no los cuento, solo quiero mirar aquellos desconchones con un poco de perspectiva. Sí, parecen ojos inmensos y solitarios, vacíos. No tienen pestañas, ni iris, carecen de color y están tan abiertos que te miran constantemente como si quisieran conocer todos los secretos que habitan en la mente. No emiten ni un parpadeo y son tantos, que aligero el paso para perderme de vista o que ellos me pierdan de vista a mí.
En otro recodo del camino de este noviembre recién empezado me acechan calabazas asimétricas y algo cubistas que rellenan de cualquier manera varios cestos del mercado. Un mercado que la imaginación construye con velas de luz macilentas y silbidos cadenciosos que asemejan a chocar de cadenas o a gemidos de fantasmas en desuso, allí donde el día se convierte en noche cerrada y no hay ni truco ni trato en esta transición de decorados. Se corre un tupido velo entre las antenas despeinadas de los tejados disfrazados de brujas que con escobas larguísimas barren las hojas secas de un patio con columnas que se hacen delgadas para poder colarse por todas las rendijas de la noche mágica.
Ahora los ojos son negros como los gatos que corren calle abajo sin llegar a ninguna parte. Noche de Brujas, Noche de Difuntos.
