Han estado aireados hasta la saciedad. Las listas electorales se exponían en los ayuntamientos en los lugares más visibles para ser consultadas por los ciudadanos. Se verificaban los datos propios y los del vecino, los de la fulana de tal, que ocultaba su edad como si fuera la falta más grave cometida en su vida, dejaba de ser un misterio para satisfacción de las cotillas de turno. El teléfono bombardeaba a cualquier hora del día ofertando una variopinta gama de productos, pensados para cada caso particular porque conocía casi todo lo referente a la persona en cuestión. Te tuteaban con gracia y simpatía para continuar con la exposición de su lista mercantil, enumerando las mil ventajas que tendría el futuro comprador al adquirirla.
Ahora hemos pasado al caso contrario. Es cuando se hace bien, pero siempre nos subimos al carro cuando agotamos más de la cuenta el camino a pié. Y, claro está, se extreman todas las precauciones posibles. Hace algunos días me contaron que en cierta oficina, las pantallas de los ordenadores estaban ubicadas de manera que podían ser visibles para los clientes. Se ha procedido a su rectificación. La privacidad sólo se ha de alterar lo estrictamente necesario, y con la discreción suficiente por los profesionales. Y la única excepción que se le permite a esta regla es la referente a propaganda electoral. Los buzones de la gran mayoría se sacian de cartas de todas las opciones políticas reclamando el voto para sus líderes.
¡Cómo si fuera tan fácil votar en los tiempos que corren! Y, además, con qué facilidad nos vuelven a exigir su confianza con la gestión tan mediocre, por no decir deficiente, que estamos viviendo y contemplando. Se respiran aires de cambio y creo sinceramente que es lo mejor que nos podía pasar.