martes 7 mayo 2024
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Domingo 1 de septiembre, Vigésimo segundo del Tiempo Ordinario (C)

· Primera lectura: Eclesiástico 3, 17-18.20. 28-29.· Salmo responsorial: Salmos, 67. “Preparaste, oh Dios, casa para los pobres”.· Segunda lectura: Hebreos 12, 18-19.22-24a.· Evangelio: Lucas, 14, 1. 7-14.

En este fin de semana nos encontramos en tránsito hacia la normalidad, esa que parece volver a nuestra vida con la llegada del mes de septiembre. Pues para afrontar esa vuelta a la «rutina» cotidiana, nos ofrece el Evangelio de este domingo la importancia que tiene la virtud de la humildad en la vida del creyente. Esta virtud nos quiere hacer caer en la cuenta de que a Dios se le gana a través de la actitud de la humildad, una de las más escasas en la vida del ser humano.

 

Porque  una vez más comprobamos que la lógica de Dios no es la lógica del mundo ni de la mayoría de nosotros, algo que se hace evidente cuando uno lee o escucha la palabra de Dios y lo compara con todo lo que cada día vemos o escuchamos a nuestro alrededor. Los modelos que nuestra sociedad nos presenta, nada tienen que ver con esa humildad o con la sencillez de vida. Más bien nos insisten en lo contrario, en que solo merece la pena ser joven y guapo, en que el dinero y el poder son lo único rentables, porque parece que siempre tienen la última palabra. Por eso puede resultar raro escuchar a Jesús hablar de humildad o que lo que importa no es que los demás nos reconozcan nuestros méritos sino saber vivir con humildad. Algo que no es fácil, pues a todos nos gustan las vanaglorias, las «palmaditas» en la espalda, el que «nos rían las gracias». 

 

Y, ¿por qué esta insistencia del Maestro? Por una razón muy sencilla ¿qué es lo que da valor a nuestra vida, lo que tenemos o lo que somos? Con nuestra manera de vivir, pensamos que lo primero. Y sin embargo toda la vida de Jesús (sobre todo su Muerte y Resurrección), nos dice claramente otra cosa. Eso llamaba la atención (lo espiaban los fariseos, dice el evangelio de hoy). Porque lo normal es lo contrario: alabar a los poderosos, decir lo bien y lo importantes que son, olvidándonos de que lo importante es sentirnos necesitados de Dios, criaturas que solo sintiéndose hijos del Dios-amor y hermanos de los demás podemos crecer como personas y como cristianos.Eso mismo es lo que nos sorprende y lo que parece poner en tela de juicio nuestros pensamientos al respecto.

 

A ninguno «nos sale a cuenta» el hacer vida la invitación del final del evangelio, esa de sentar en nuestra mesa a los últimos, a los que nunca nos van a poder agradecernos lo que hacemos por ellos. Pero la gracia de Dios nos mueve a que si nos merezca la pena hacerlo así. El testimonio creíble de la Iglesia hoy depende sobre todo del testimonio humilde y callado de muchas mujeres y muchos hombres, que desde su amor al Señor quieren seguir curando sus heridas o rescatándolos de la pobreza de la ignorancia, a través de la educación. 

 

Esa encarnación actual del Evangelio, presente en tantos sitios, es lo que «renueva la cara joven» de la Iglesia cada mañana. Y es lo que hace que nuestra esperanza no solo no se apague sino que nos anime a poner en juego lo mejor de nosotros mismos para hacer realidad el sueño de Dios para el mundo: que en nuestra mesa se puedan sentar todos, que si hemos tenido la suerte de nacer en este «primer mundo» también tenemos la responsabilidad de acordarnos de los que necesitan de nuestra ayuda para recuperar su dignidad humana.Ojalá que sigan siendo muchos los últimos que salen de ese «vagón de cola» para sentarse en nuestra mesa y en la mesa del Señor como hoy nos recuerda este evangelio dominical. Feliz semana a todos. Que Dios os bendiga.

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